martes, 18 de diciembre de 2012

PANOCHA

La calle Preciados, en pleno centro de Madrid, es siempre un hervidero de gente. Gente de todas las razas, gente de todas las categorías sociales, pertenecientes a todas las tribus urbanas. Si nos detenemos un momento y miramos a nuestro alrededor, al principio no podremos diferenciar sino una inmensa masa que se mueve de manera indefinida, de manera similar a las hormigas en la proximidad del hormiguero. Imaginemos una enorme mesa de billar en la que hubiera un sinfín de bolas que la  recorrieran sin parar un solo instante, deprisa unas, más lentamente otras, ésta de aquí chocando contra una banda para rebotar en la dirección opuesta mientras que la de más allá está detenida a la espera de que alguna choque con ella para comunicarle su inercia e imprimirle un rápido movimiento mientras las demás parecen indiferentes a cada una de las bolas que las rodean. Imaginemos por un momento que fuéramos capaces de congelar la acción para poder individualizar cada bola, no, cada persona. El tiempo se ha detenido y ahora podemos analizar la calle como si se tratara de una instantánea capturada  por la cámara de un fotógrafo. Podremos aislar cada uno de los elementos que antes eran partes integrantes de un todo.
         Vemos, en el centro de la calle, una gran masa de individuos más o menos distintos pero con una característica común: Todos parecen llevar mucha prisa, caminan mirando al frente, algunas veces se paran para mirar  un escaparate o para entrar en algún comercio. Su trayectoria se inicia en la plaza de Callao para terminar en la Puerta  del Sol o viceversa. Otros toman calles colaterales, pero son los menos. su mirada, ya hemos dicho, siempre puesta al frente. Parecen indiferentes a los demás seres humanos que les rodean. El segundo grupo de individuos que se muestran a los ojos del observador, parecen no tener tanta prisa. Permanecen durante horas en una situación más o menos fija. También ocupan la parte central de la calle pero, desde su posición inicial solamente se desplazan unos cuantos metros en su derredor. Visten mucho peor que los del primer grupo y su ocupación principal es solicitar unas monedas a cambio de, unas veces una canción, las otras ejerciendo de estatua humana, recitando poesías, volando malabares o, sencillamente, inspirando compasión.
         Panocha pertenece a estos últimos. Es una criatura propia de la gran ciudad. Niños como él podremos encontrarlos en todas las grandes urbes. Panocha tiene unos doce años, demasiado pequeño para conocer como un adulto todas las miserias humanas, esto forja un carácter introvertido que se asoma al exterior en una mirada baja y desconfiada. Su talle es corto para esos doce años y su aspecto regordete denuncia que, al menos, el trato recibido por parte de su abuela, con la que vive, es incluso mejor de lo que pudiéramos suponer. Como consecuencia de la muerte de su padre, primero, y la fuga de su madre después, Panocha pasó a la tutela de su abuela, una mujer que en toda su vida no había hecho sino trabajar de sol a sol en la venta ambulante de frutas en ferias y mercados y sufrir los malos tratos de un marido alcohólico y unos hijos rebeldes de los cuales no pudo hacer carrera. Cuando Panocha se quedó definitivamente en su casa, recibió del niño todo el cariño que la vida le había negado hasta entonces. A los siete años le matriculó en un instituto próximo a su domicilio al que le iba a llevar y a traer todos los días. El niño, rebelde al principio aprovechaba el menor descuido de su abuela para hacer novillos y marcharse a jugar junto a las vías del tren en las proximidades del Ramón y Cajal. Le encantaba colocar cualquier objeto metálico sobre la vía, esperar que pasase “el cercanías” y recoger el objeto aplastado que pasaba a formar parte de su colección. A Panocha le fascinaban los trenes y soñaba con verse al mando de una moderna locomotora del TALGO. Cuando se enteró que nunca podría ver su sueño hecho realidad si no completaba sus estudios, dejó de faltar al colegio y esto supuso un descanso para la buena mujer que vio que el niño se encauzaba en una dirección correcta. Cuando Panocha salía de clase, a las tres de la tarde, se encaminaba ya solo a su casa. Su abuela nunca estaba a esas horas y era la vecina de enfrente quien le abría la puerta. Panocha encontraba la comida, siempre fría, encima de la mesa y después de comer se colaba en la estación de metro de Valdeacederas para terminar exhibiendo su arte en la calle de Preciados en la confluencia con Mesonero Romanos.

         Panocha solamente tenía un juguete, la exigua economía de su abuela tampoco daba para más. El juguete consistía en un palo del que colgaba en un extremo un cordel de bramante de un par de metros de longitud al final del cual se enganchaba una bola de madera decorada con purpurina de colores. Dicha bola, del tamaño de una pelota de tenis, tenía un agujero en la parte opuesta a donde se enganchaba la cuerda. El arte de Panocha consistía en lanzar la bola a lo alto, luego pegaba un tirón seco del palo y la bola quedaba unida por el agujero al extremo de éste como atraída por un imán. Panocha no recordaba cuando había sido la última vez que falló el lanzamiento. Con el tiempo había conseguido alcanzar una notable habilidad y contaba en su representación un abundante repertorio de variaciones, haciendo girar la bola en horizontal o vertical alrededor del palo o de sí mismo. haciéndola rebotar en el suelo o en una pared cercana antes del acoplamiento. Logró hacerlo incluso con los ojos cerrados. El público rodeaba, curioso, al niño observando cada truco y aplaudiendo la ejecución. Luego al final le tiraban algunas monedas que Panocha recogía rápidamente. Después, ya en su casa, reparaba con mimo todos los arañazos y golpes que la brillante pelota hubiera recibido volviéndola a dejar impecable para la siguiente representación. El “bolinche”, así lo llamaba, era su único juguete y ejecutando su arte, Panocha se sentía realmente importante.
         Aquel día Panocha recogió, como de costumbre las monedas con que su público le había recompensado, no más allá de unos tres o cuatro euros. Entonces se fijó en una niña, no mayor que él que le había estado observando maravillada. La niña, apuntándole con su manita, susurró algo imperceptible al oído de la señora que le acompañaba. La señora se dirigió al muchacho:
‑Es muy bonito tu juguete. ¿Dónde lo has comprado?
‑No lo sé –respondió el aludido‑ lo tengo desde hace mucho tiempo.
‑Mira, a mi hija le ha gustado tu juguete, ¿porqué no me lo vendes? Te daría más dinero del que sacas pidiendo.
‑Es que yo no estoy pidiendo ‑ontestó el niño bajando la mirada‑.
‑No mientas, he visto como recogías las monedas que te arrojaban.
‑Ya, pero yo no lo hago por dinero… Solo que me gusta que me vean y me aplaudan.
‑Mira, te hago un trato –insistió la mujer‑, te doy… ¿te parecen bien cuarenta euros?
‑Es que no necesito tanto dinero –aclaró el niño deseando que la conversación terminara cuanto antes‑.
‑Bueno, ‑replicó la mujer visiblemente contrariada‑. ¿Y si además te regalo esta “Nintendo”? Mi hija apenas juega con ella. Mira que bonita es, tiene la pantalla de colores. Seguro que ninguno de tus amigos tiene una igual…
Panocha retiró suavemente la mano que le instaba a coger el juguete mientras negaba con la cabeza. Su interlocutura que no esperaba esta respuesta le miró confusa.
‑Pero… ¿por qué?
‑Es que yo… sí  juego con mi bolinche, además con eso nadie me miraría aunque lo hiciera muy bien y además mi bolinche no gasta pilas y si llego a casa con ese juguete tan bonito igual mi abuela se cree que lo he robado y seguro que me iba a castigar, además…
‑¡Basta ya de “ademáses”! ‑la paciencia y la argumentación de la señora se habían derrumbado bajo los argumentos del pequeño‑. ¡Eres…eres un…!
Agarró a la niña de la mano que de repente rompió en un desconsolado llanto mientras Panocha observaba como se alejaban. Panocha no estaba preparado para ver llorar a la niña y sintió como se le encogía el estómago. No se habrían alejado una veintena de metros cuando el niño salió corriendo hacia ellas. Se les acercó por la espalda y tocó con su mano el hombro de la chiquilla que se volvió sobresaltada.
‑Toma, para ti, te lo regalo. Pero no llores...
Panocha se dio la vuelta y salió corriendo, como si tuviera miedo de arrepentirse, una vez que la pequeña mano de la asombrada niña hubiera agarrado el preciado juguete.
‑Pero… ‑replicó la no menos asombrada madre‑ ¡espera, no te vayas! ¡Coge al menos el dinero! Nena, dile gracias…
Pero Panocha no escuchó nada. Siguió corriendo y cuando creyó haberse alejado bastante se dio la vuelta para observar como su juguete se movía torpe en las manos de su nueva dueña.

A la mañana siguiente los empleados del servicio municipal de limpieza del Ayuntamiento no repararon que, en una papelera de la Puerta del Sol, perdido entre papeles, cartones y vasos de plástico había un palo de cuyo extremo pendía un cordel al final del cual se enganchaba una pelota pintada cuidadosamente de purpurina.  

 

1 comentario:

  1. Sí. “Margaritas a los chanchos”, pero sin lugar a dudas siempre es negocio, ante la posibilidad de ser un canalla, elegir ser un idiota. Excelente Cuentín! Capo!

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