martes, 1 de enero de 2013

PASOSROTOS

Alguien le había puesto el remoquete de Pasosrotos por su peculiar forma de caminar, siempre arrastrando los pies. Mientras se cambiaba en el vestuario recordó cómo había llegado a aquella situación. El alcohol se había ocupado de borrarle todos sus recuerdos. Recuerdos de una infancia y de una familia que nunca tuvo. Siempre había vivido en las calles. Cenas en el albergue de San Isidro, en el Madrid de los austrias y almuerzos en cualquier parte con la botella como su eterna y fiel compañera. Dormir en la calle si el tiempo lo permitía o en alguna de las estaciones de metro en los días más fríos. Se puso la barba y peluca blancas, se colocó la corona  y terminó de ajustarse el kaftán bombacho de raso azul  bordado en hilos de oro y la inmensa capa blanca imitando armiño sobre su cuerpo. Finalmente las babuchas, también de raso azul y varias cadenas doradas incrustadas de piedras de colores. convirtieron a Pasosrotos, el desahuciado que era en el sueño de todos los niños. Pasosrotos había alquilado, como todos los años el traje en una tienda de disfraces en la calle Amor de Dios del madrileño barrio de las letras. Faltaban 30 minutos para que las puertas del gran almacén se abrieran al público. Había sido contratado como rey Melchor de la gigantesca tienda y su contrato terminaba ese mismo día 5 de enero. A las nueve de la noche cuando la tienda cerrara sus puertas se pasaría por caja para recibir el dinero de su trabajo y luego vuelta a la rutina hasta que un día la muerte se acordara de su existencia. Quizás una pelea, un atropello o una helada nocturna no prevista antes de dormirse bajo el abrigo de unos cartones. Tampoco le importaba demasiado. Ya se encargaría el alcohol de suavizar ese momento. Había permanecido sin beber todo el tiempo que le duró el contrato. Sabía que si llegaba tambaleándose tras una noche de vino sería inmediatamente despedido recibiendo como único pago una soberana paliza de los seguratas de la tienda. Odiaba a esos gorilones que le cacheaban cada noche antes de irse pero las instrucciones eran concretas. El acceso a los vestuarios se hace siempre desde la puerta de servicio. Nada de pasar al almacén y si quieres mear, te vas al bar de enfrente.
            Un día más y las luces y canciones de colores iluminaban la calle. Casi las nueve y pronto el almacén cerraría sus puertas. Desde hacía quince minutos ningún niño se había sentado sobre sus rodillas para pedir el regalo de esa noche. Todos iguales, cortados por el mismo patrón.  Los mayores intentando quitarle la barba y los pequeños llorando cuando se sentaban sobre sus rodillas a la espera de que el fotógrafo contratado tomase su instantánea que luego sería recogida en el departamento de fotografía del establecimiento.  
Maldijo en voz baja cuando vio a la mujer con su hijo acercarse hacia él. Eso quería decir que todavía no podía levantarse. Un niño más que caminaba tranquilo agarrado de la mano del mayor. Iban sin paquetes y eso llamó su atención. El niño, en la mano, llevaba su carta que le entregó mirándole fijamente a los ojos mientras se sentaba en sus rodillas. No debía tener más allá de 5 o 6 años. No supo el motivo pero al mirarle tuvo la sensación de estar viéndose en un espejo y un temblor recorrió su espalda. Desvió su vista hacia la de la mujer y los ojos le resultaron extrañamente conocidos. Parecía haber sido sacada de una instantánea tomada 30 años atrás. Una lágrima por la mejilla de ella pareció devolverla al presente. Escuchó la voz del niño.
-       “Mira, es mi carta, la he escrito yo sólo. No quiero mucho, solamente una bicicleta. ¿Me la traerás?
-       Ehmmm… si, claro. Intentó decir algo más pero las palabras se quedaron atascadas en su garganta. Miró nuevamente a la mujer que le devolvió en sus ojos una tristeza infinita. El fotógrafo ya había disparado su flash y se había perdido entre los últimos clientes que salían del establecimiento.  El niño se bajó de sus rodillas y pegó su nariz en el escaparate.
-       ‑Mira mamá esa es la bicicleta que quiero.
Pasosrotos se acercó a la mujer que volvió a llorar, esta vez sin disimulo.
‑No tengo trabajo, no tengo dinero y ni siquiera podremos cenar esta noche”. Por favor, déjeme, no me gusta que me vean así...”
Pasosrotos se alejó. Antes de doblar la calle para acceder a la puerta de entrada de personal, miró hacia atrás. La mujer y el niño se perdían en la calle iluminada por un espléndido abeto decorado con bombillas de colores.

            Ya cambiado y con el disfraz en una mano y el dinero recién cobrado en la otra se dispuso a salir del establecimiento. Miró el disfraz ya doblado y se percató del sobre que asomaba por uno de sus bolsillos. Lo reconoció de inmediato, era el que ese pequeño le acababa de entregar. Sacó la carta escrita con mano infantil. Un dibujo del rey Melchor llevando una bicicleta en dirección a una casa con un árbol en la puerta. Una flecha apuntaba hacia la vivienda y una dirección del barrio de Carabanchel. Pasosrotos se percató de la mirada sobre su hombro. El vigilante de seguridad, detrás de él y a muy corta distancia le dirigía hacia la salida. Pasosrotos se dio la vuelta y encaró la mirada del hombre.
‑Un momento, quiero entrar, tengo que comprar algo  ‑le dijo‑. ‑No puedes, ya lo sabes. Si quieres comprar pasa por la entrada principal. De todas formas ya es demasiado tarde y todos se han ido. Ahora lárgate antes de que me enfade.
            Pasosrotos sintió que su brazo tomaba vida propia. Su puño se cerró y golpeó como un mazo la mandíbula del vigilante que cayó hacia atrás como un pesado fardo para golpearse en la cabeza contra el suelo. No era la primera vez que el vagabundo intervenía en una pelea y de inmediato se percató de que el golpeado dormiría una buena siesta. Entró corriendo en la zona destinada al público. Sin apenas darse cuenta de nada, como movido por una mano que manejase los hilos de una marioneta que era su vida, se encontró en la calle nuevamente vestido de rey Melchor, con una pequeña bicicleta en sus manos. Miró hacia la boca de metro por la que terminaba de salir y leyó el letrero. “Opañel. Salida calle La Vía”. Estaba en el barrio de Carabanchel. Una gruesa capa de nubes cubría el cielo. Sintió frío cuando una espesa niebla apareció de repente. Cruzó la calle que estaba enfrente de él y se preguntó cómo llegaría a su destino pero una vez más  sus pies tomaron la iniciativa. Cuando cruzó la calle el frío desapareció disipándose la niebla con la misma rapidez con la que había llegado. Empezó a llover con fuerza, como si se hubieran abierto todos los mares del universo sobre su cabeza. El traje empezaba a empaparse y la peluca, la corona y la barba blancas goteaban agua por cada uno de sus  pelos. A través de la cortina de lluvia miró a su alrededor  y tuvo la sensación de que había cambios en el entorno que, por otra parte, le resultaba extrañamente familiar. Quizás la niebla, el agua y sus pies le hubieran jugado una mala pasada para conducirle a algún descampado. El asfalto de la calle se había trocado por tierra mojada, no había farolas, coches ni edificios. Solamente casas bajas de una altura, con las ventanas iluminadas. Volvió la vista atrás intentando localizar la estación de metro de la que acababa de salir  pero su mirada se perdió en ese mismo paisaje. Sintió el peso de la bicicleta en su mano y agradeció el abrigo que le proporcionaba el mojado traje de rey Melchor.

La casa no era muy grande. Un pequeño dormitorio con una cama en la que acababa de acostar al pequeño. Luego cuando llegase el marido acostaría al niño en el colchón que guardaba tras la puerta  del comedor. En éste una repisa con media docena de platos repartidos en estanterías adosadas a la pared, hacía las veces de cocina.  Un pequeño cuarto de baño, retrete, plato de ducha y lavabo completaba la vivienda. Había recogido algunos cartones ese mismo día. Quizás obtuviera un par de monedas por ellos. Escuchó la voz de él y empezó a temblar antes de que llegara a la puerta. Siempre la misma historia que se repetía, día tras día. Bronca en el mejor de los casos, una bofetada habitual o una paliza en algunas ocasiones. Esta vez llegaba más borracho que de costumbre pues tardó un par de minutos en dar con la llave e intentar abrir la cerradura para terminar llamando a voces hasta que ella abrió la puerta. Antes había pasado a la habitación del pequeño que dormía plácidamente.  Después colocó la sartén sobre el hornillo para calentar un frito de costillas que había guardado para cuando él llegara. Entró dando tumbos y con el aliento oliendo a ginebra. Un gruñido fue el saludo. “Tengo hambre, fueron sus siguientes palabras. El guiso empezaba a calentarse y el olor del pimentón inundó la vivienda. Ella abrió la ventana para permitir la salida del humo. Fue lo suficiente para desencadenar la tempestad.
‑¡Cierra esa  ventana! ¡Si tuvieras el frío que yo tengo no tendrías tantos problemas con el maldito humo!
‑Lo siento ‑dijo ella en un murmullo mientras volvía a cerrar la ventana‑.
‑¿Lo sientes? ¿Qué sientes? ¿Que tenga frío? Vas a sentir frío, maldita puerca.
Abrió la puerta de la calle, una corriente helada inundó la habitación. Luego se dirigió hacia ella y la agarró por la muñeca con la intención de arrastrarla hacia la calle. Estaba demasiado borracho y ella se zafó sin dificultad pero no pudo esquivar el puño que en ese momento golpeó su cara. Cayó como fulminada por un rayo y en su caída derribó la sartén sobre el hornillo. El aceite ardiendo fue a parar sobre la ropa de su agresor que sintió como su carne se abrasaba. Intentó buscar la salvación tirándose al suelo pero se equivocó. Al instante empezaron a arder todos los cartones que la mujer había recogido esa mañana. Inicialmente ella tuvo más suerte al quedar inconsciente sobre el suelo de baldosa. Pero su suerte duraría poco tiempo. Las llamas de inmediato alcanzaron la techumbre de madera y el fuego se extendió como una gota de tinta en un papel secante.
            El pequeño oyó los gritos de un hombre que se abrasaba y salió de la habitación. Él también gritó de terror al ver a su madre caída y a punto de ser alcanzada por las llamas. A un par de metros su padre todavía se revolcaba aullando. No se preocupó de éste y directamente intentó tirar de los pies de ella hacia la puerta. Hubiera podido escapar de haber tomado la decisión de inmediato pero ni siquiera pensó en ello. Volvió a tirar de su madre con todas sus fuerzas pero no lo consiguió. Se tumbó sobre ella llorando. ¡Mamá! Y su llamada de terror consiguió sacarla del letargo. Cuando ella abrió los ojos y vio al pequeño y sintió el calor que la abrasaba se puso de pie rápidamente pero ya era demasiado tarde. Las llamas avivadas por el aire que entraba por la puerta impedían todo intento de escapada. Abrazó a su hijo y solo pudo decirle: “Cariño, mamá te quiere y no dejará que te pase nada”. No creyó sus palabras y el aire caliente ya empezaba a abrasarle los pulmones.

            Volvió a ponerse en marcha hacia un grupo de viviendas cercanas. Tras ellas un extraño color rojizo estaba empezando a iluminar el cielo. Solamente él pudo escuchar un grito aterrador que le llegó hasta lo más profundo de su cabeza. Una de las viviendas ardía. Dejó la bicicleta y salió corriendo hacia la casa. La puerta estaba abierta. Intentó mirar hacia el interior pero una espesa nube de humo cegó su vista. Un segundo grito, esta vez más fuerte se elevó sobre el rugir de las llamas. No supo cómo lo consiguió pero atravesó la negra cortina de fuego. Dio gracias a su traje empapado. Al ver a la mujer y al niño en el suelo levantó al pequeño. Liberándose de las cadenas abrió la mojada capa y apretándole contra su pecho y con la protección de la tela calada logró salir de la vivienda. Le dejó en la calle a una veintena de metros donde el calor no era tan intenso. Volvió sobre sus pasos para atravesar de nuevo las llamas. Levantó a la mujer e intentó repetir la maniobra de envolverse ambos en la capa pero, evidentemente el abrigo salvador no era suficiente para los dos. Se la quitó de inmediato. Protegió la cabeza y cara de ella con la peluca y barbas empapadas por la lluvia. Nada más quitarse la barba postiza  sintió que el aire abrasaba sus pulmones. El contacto del agua con la cara de la mujer terminó de despertarla. Incrédula vio al hombre que era su salvador. El niño está en la calle. No se preocupe, se ha salvado. Ella solamente musitó un gracias a Dios. Ahora el problema estaba en atravesar la cortina de llamas. Se agarraron de la mano y ante la duda de ella él pegó un tirón  y la arrastró hacia el infierno. Una vez rodeados por el fuego ella solamente pudo huir hacia delante. No sintió el momento en que la mano del hombre se soltaba de la suya ni sintió el golpe del cuerpo de su salvador al caer. Unos minutos después madre e hijo abrazados miraban hacia la casa que se consumía. El niño miró unos metros hacia delante. ¡Mamá, mira, una bicicleta!

Pasosrotos despertó de su letargo. Recordó los instantes pasados y tras tocarse comprobó que estaba vivo. Se encontraba especialmente cómodo y, extrañamente, no sentía dolores. Miró a su alrededor y el ambiente le resultó familiar. Era evidente que se encontraba tumbado en la cama de un hospital. No sabía cómo había llegado hasta allí y supuso que habría sido rescatado en el último momento. Se levantó y se dirigió al cuarto de baño sin dudar. Volvió a tener la misma sensación de saber dónde se encontraba. En ese momento se abrió la puerta. Y una joven enfermera se dirigió sonriendo hacia él:
‑Doctor, veo que se encuentra mejor…
Pasosrotos miró a su alrededor, estaba sólo y esa mujer se estaba dirigiendo directamente a él. Sin saber cómo ni por qué contestó de manera automática.
‑Gracias, Diana. ¿Muchas urgencias en esta noche?
‑No ‑contestó ella‑. La última la atendió usted antes del desmayo ‑volvió a sonreír con cara de traviesa‑. Doctor ‑le dijo‑ trabaja usted demasiado y quizás le vinieran bien unas vacaciones… y una esposa
‑Gracias –respondió mientras sentía que todo giraba a su alrededor‑.
 Recuerdos de noches en la calle, de una noche, muchos años atrás y del incendio de su casa, de un hombre que salvó a su madre y a él de morir quemados. El héroe anónimo nunca apareció. Los periódicos de la época dijeron que había muerto, otros testigos afirmaban que le vieron salir en llamas y desaparecer delante de media docena de vecinos que se habían congregado para apagar el fuego. Recuerdos en la lejanía de un padre borracho, de una madre que trabajó hasta conseguir que él finalizara sus estudios de medicina. Se estaba formulando demasiadas preguntas. Miró encima de la mesita y recogió su cartera. Detrás de ella una vieja fotografía. Se reconoció a si mismo sentado en las rodillas de un rey Melchor. Intentó fijarse en la cara del hombre y un escalofrío recorrió su espalda. El rey Melchor no tenía rostro.