domingo, 3 de marzo de 2013

A CARMEN LOMANA

¿No es verdad, Carmen, amor,
que si sigues mis consejos
vas a llegar tú muy lejos,
en eso del chapuzón?
Escucha Carmen, amada,
si no bajas en picado
con los brazos estirados
y el sobaco depilado,
te darás una panzada
y quedarás lesionada
con los bofes reventados.
El agua, lejana y fría
que está esperando el instante
de que saltes pa adelante
enfundá en el bañador
¿No es verdad Lomana, amor
que te da mucho terror?

Ese sentir que tú sientes
cuando miras para abajo
de mandarlos al carajo
Se te pasa por la mente.
Pues si yerras dirección,
en lugar de un remojón,
te puedes dejar los dientes.

Termino mi verso, ahora
ante sus pies, Carmencilla
pidiéndole, de rodillas,
no se chive a mi señora,
si no quiere que me atice,
con la sartén en la frente
y mi próximo tuiteo,
lo haría yo en cuerpo presente.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Pariendo novela

Aquí estamos. Escribiendo una nueva novela de corte medieval que sigue la línea de la primera que edité: "Caminos del Oro Blanco". En esta ocasión nuevos personajes recorrerán las tierras castellanas que se extienden desde Béjar, Salamanca, hasta Briones en la Rioja. El vino será el fondo sobre el que se desarrolle la obra que, si la inspiración no me falla, esperotener completada el año que viene por estas fechas. De momento os traigo un adelanto y os aviso de que todavía no tengo pensado nombr para el "nascitururs".
Prólogo

                ‑Ahora señor –dijo el joven franciscano ‑ solamente deberéis esperar a que el sol que nos ilumina haga su trabajo.
                El aludido asintió con la cabeza. Con sumo cuidado extendieron el blanco lienzo sobre el suelo del patio empedrado de la vivienda. El sol de mediodía golpeaba con fuerza la ciudad de Florencia y pronto dejó sentir sus efectos sobre el lino. Casi de inmediato una serie de trazos aparecieron, como por arte de magia. Primero fueron manchas gruesas, después trazos mucho más definidos y líneas sutiles, casi imperceptibles. Cuando el proceso terminó  los dos hombres se miraron con la admiración pintada en sus rostros.
                ‑Es magnífico, mesié –dijo el más joven‑. Ahora solamente nos queda bañar la tela en una mezcla de vinagre y agua con sal.  Dejadlo así toda la noche y lavadlo al día siguiente con agua dulce. Os garantizo que el conjunto permanecerá inalterable durante milenios. En verdad‑dijo volviendo su atención al lienzo‑ mi preceptor Miguel de Cesena, no me exageró cuando me describió los prodigios  que sois capaz de realizar, armado tan sólo con un pincel y una paleta de colores.
                ‑No son menores que los vuestros, querido franciscano. No hubiera podido llevar a cabo este trabajo sin vuestra colaboración. Si nuestro querido amigo Duéze el zapatero de Avignon, supiera lo que podeis hacer con vuestros conocimientos, tened seguro que seríais acusado de brujería…
                ‑Nada sería más injusto –interpeló el aludido‑. Lo mío es puro conocimiento y estudio de muchas sustancias como las que he utilizado para dibujar los colores que ahora veis. Azufre, plata, mercurio, sales y otros compuestos que cualquiera podría fabricar. Incluso el propio Papa Bonifacio si es que él supiera cómo hacerlo. Siempre me gustó la alquimia y nuestro monasterio de Oxford cuenta con un excelente laboratorio donde, desde muy jóvenes, se nos enseñan los secretos de esta ciencia. Todo basado en la experimentación. Medimos, calentamos, mezclamos, siguiendo estrictos procedimientos. A veces la casualidad nos ayuda, siempre con el permiso de Dios, como por ejemplo, cuando nos dimos cuenta de que las sales de plata se oscurecen al contacto con la luz.
                Unos pasos resonaron sobre las piedras del patio y el joven monje guardó silencio. Ambos hombres dirigieron la mirada hacia la dirección de la que procedía el sonido. El mayor de ellos, sonrió al recién llegado. Un hombre joven, fuerte y serio, con una cruz patada roja bordada en el pecho. Una amplia capa de lana y piel apenas dejaba asomar la empuñadura de una espada a un lado y una corta daga en el opuesto. El recién llegado saludó con una inclinación de cabeza cuando el propietario de la vivienda se dirigió hacia él.
                ‑Jacques, viejo amigo. Gracias por venir a mi llamada. Mesié, dejad que os presente a este joven monje de quien ya os he hablado. Es quien me ha proporcionado los secretos necesarios para mi última creación –dijo señalando la sábana‑. Mesié de Maloy, Fray Guillermo de Ockham. Acaba de llegar de Roma y regresa a Oxford donde es discípulo del prior Miguel de Cesena.
                Ambos hombres se saludaron con una cordial sonrisa acompañada  de una inclinación de cabeza. El recién llegado se rascó la barbilla antes de fijarse por primera vez en el lienzo que estaba en el suelo. Una mirada de interrogación se plasmó en sus ojos.
                ­¿Era a esto a lo que os referíais, Angelo? –dijo señalando el dibujo con la mirada‑.
                ‑Si Jacques, a esto me refería –repuso el aludido mientras estiraba cuidadosamente la tela‑. ¿Qué os parece?
                ‑Me parece que terminaréis siendo acusado de brujería. El Papa Bonifacio va a considerar esto como una provocación.
                ‑¿El Papa Bonifacio? ¿Por qué tendría que enterarse Gaetani? ¿Se lo vais a decir vos?
                ‑Bien sabeis que no. Últimamente mi relación con Roma no es demasiado buena. Creo que nunca lo ha sido. El papado cada vez está más arruinado y es más corrupto. Constantemente necesitan más dinero y siempre acuden a la Orden para conseguir oro con el que seguir financiando sus excesos. En fin, Amigo Angelo, dejemos eso por ahora y decidme. ¿Qué pensáis hacer con esa pintura? Es de un realismo impactante.
                ‑La verdad –dijo encogiéndose  de hombros‑ no lo sé. Mejor dicho, sí lo sé pero resulta complicado de explicar. La idea se me ocurrió hace unos meses y, de inmediato, me puse a trabajar sobre ella. Pero las pinturas tradicionales no servían a mis propósitos. Cuando el de Cesena me preguntó que si podía hospedar a un joven fraile de Óxford durante unas semanas y me dijo que, a pesar de su juventud, era todo un experto en el arte de la alquimia, no dudé en solicitar su colaboración y aquí es donde entra nuestro buen fraile Guillermo de Ockham sin cuyos conocimientos nunca hubiera logrado lo que ahora está ante vuestros ojos.
                El joven monje inclinó la cabeza y retiró una pequeña hoja que el viento había depositado en la tela.
                ‑Mesié, lo mío es pura técnica y vos mismo, ahora que la conocéis, podríais repetirla. Pero lo vuestro es arte, señor. Os he visto como trabajabais estas últimas semanas y he visto como el sol hacía aparecer este prodigio ante mis ojos. Si no os conociera y no hubiera intervenido modestamente yo mismo en la elaboración, diría que es un milagro. Pero, sinceramente, no creo que sea conveniente para vos el exponer esta obra al igual que enseñais el resto de vuestros cuadros. Pensad que, para muchos, la distancia entre el milagro y la obra demoniaca es una línea muy sutil y las cárceles de Roma están llenas de hombres que, no supieron mantenerse a una prudente distancia de esta raya. Vos la habeis traspasado de una manera bastante evidente y hay clérigos muy poderosos que no dudarían en calificar la obra como una herejía.
                ‑Para eso, querido Guillermo, alguien les tendría que decir que la pintura es mía y eso es algo que no pienso hacer y confío en vuestra discrección y en la de mesié de Molay aquí presente.
                ‑Entonces –intervino este último‑ ¿es que no pensais enseñar vuestro trabajo?
                ‑Por supuesto que pienso enseñarla –contestó con una carcajada‑ Jacques, pero nadie me podrá achacar a mí su autoría. No pienso firmarla., Querido amigo, tengo ya demasiados trabajos firmados y estoy seguro, perdón por mi inmodestia, de que mi pintura trascenderá los siglos. Esto, estimados, va más allá. Una vez me dijeron que se puede engañar a todo el mundo durante un tiempo  o a un solo individuo durante todo el tiempo, pero que no es posible engañar a todo el mundo durante todo el tiempo. Ese es mi reto. Engañar a la humanidad, a toda la humanidad y que mi engaño perdure mientras haya vida sobre la tierra.
                ‑¡Por Dios, Angelo! ‑interrumpió enfadado el de Maloy‑.  Eso es soberbia y mereceríais que os ahorcaran por ello. Ahora lo entiendo, se trata de una broma más de las vuestras. Una broma como aquella vez cuando en el estudio de vuestro maestro pintasteis una mosca en la nariz de un retrato que él había realizado y Cimabue intentó espantarla con la mano.
                El monje se echó a reir imaginando la escena y, casi  a la fuerza, la cara seria del caballero, acompañó las risas del monje.
                ‑Sí, de eso se trata. Una broma, una broma que pienso gastar a la humanidad. A mis treinta y cinco años ya poco me queda por hacer –dijo acompañando sus palabras con la mirada de un niño travieso‑. Nosotros moriremos y, dentro de mil años,  mi broma seguirá obrando sus efectos.
                ‑Os reireis desde los infiernos.
                ‑Quizás, mesié de Maloy, pero entonces será la risa la que me sirva de alivio ante los numerosos suplicios que sin duda he de merecer. Pero… no os hice llamar para recibir reproches. ¿Sabeis? Tengo que viajar al Reino de  Castilla. Tengo unos importantes asuntos que resolver en aquellas tierras. Pero el camino  es largo y peligroso. ¿Teneis previsto realizar algún viaje en esa ruta? Vuestra compañía y la de vuestros monjes armados me serían muy gratas.
                ‑Conozco esas tierras. Estuve allí hace unos años pero, de momento solamente puedo ofrecerme a acompañaros un tercio de la ruta. Dueze me ha mandado llamar a a Cahors y he de partir en los próximos días. Me pedirá dinero. Está ansioso por ocupar la Silla de Pedro y necesita establecer sus redes para que a la muerte de Bonifacio VIII los cardenales depositen en él su voto. Eso, Angelo, significa que va a necesitar mucho oro y, como siempre, seremos los caballeros templarios, los que se lo proporcionemos.

martes, 1 de enero de 2013

PASOSROTOS

Alguien le había puesto el remoquete de Pasosrotos por su peculiar forma de caminar, siempre arrastrando los pies. Mientras se cambiaba en el vestuario recordó cómo había llegado a aquella situación. El alcohol se había ocupado de borrarle todos sus recuerdos. Recuerdos de una infancia y de una familia que nunca tuvo. Siempre había vivido en las calles. Cenas en el albergue de San Isidro, en el Madrid de los austrias y almuerzos en cualquier parte con la botella como su eterna y fiel compañera. Dormir en la calle si el tiempo lo permitía o en alguna de las estaciones de metro en los días más fríos. Se puso la barba y peluca blancas, se colocó la corona  y terminó de ajustarse el kaftán bombacho de raso azul  bordado en hilos de oro y la inmensa capa blanca imitando armiño sobre su cuerpo. Finalmente las babuchas, también de raso azul y varias cadenas doradas incrustadas de piedras de colores. convirtieron a Pasosrotos, el desahuciado que era en el sueño de todos los niños. Pasosrotos había alquilado, como todos los años el traje en una tienda de disfraces en la calle Amor de Dios del madrileño barrio de las letras. Faltaban 30 minutos para que las puertas del gran almacén se abrieran al público. Había sido contratado como rey Melchor de la gigantesca tienda y su contrato terminaba ese mismo día 5 de enero. A las nueve de la noche cuando la tienda cerrara sus puertas se pasaría por caja para recibir el dinero de su trabajo y luego vuelta a la rutina hasta que un día la muerte se acordara de su existencia. Quizás una pelea, un atropello o una helada nocturna no prevista antes de dormirse bajo el abrigo de unos cartones. Tampoco le importaba demasiado. Ya se encargaría el alcohol de suavizar ese momento. Había permanecido sin beber todo el tiempo que le duró el contrato. Sabía que si llegaba tambaleándose tras una noche de vino sería inmediatamente despedido recibiendo como único pago una soberana paliza de los seguratas de la tienda. Odiaba a esos gorilones que le cacheaban cada noche antes de irse pero las instrucciones eran concretas. El acceso a los vestuarios se hace siempre desde la puerta de servicio. Nada de pasar al almacén y si quieres mear, te vas al bar de enfrente.
            Un día más y las luces y canciones de colores iluminaban la calle. Casi las nueve y pronto el almacén cerraría sus puertas. Desde hacía quince minutos ningún niño se había sentado sobre sus rodillas para pedir el regalo de esa noche. Todos iguales, cortados por el mismo patrón.  Los mayores intentando quitarle la barba y los pequeños llorando cuando se sentaban sobre sus rodillas a la espera de que el fotógrafo contratado tomase su instantánea que luego sería recogida en el departamento de fotografía del establecimiento.  
Maldijo en voz baja cuando vio a la mujer con su hijo acercarse hacia él. Eso quería decir que todavía no podía levantarse. Un niño más que caminaba tranquilo agarrado de la mano del mayor. Iban sin paquetes y eso llamó su atención. El niño, en la mano, llevaba su carta que le entregó mirándole fijamente a los ojos mientras se sentaba en sus rodillas. No debía tener más allá de 5 o 6 años. No supo el motivo pero al mirarle tuvo la sensación de estar viéndose en un espejo y un temblor recorrió su espalda. Desvió su vista hacia la de la mujer y los ojos le resultaron extrañamente conocidos. Parecía haber sido sacada de una instantánea tomada 30 años atrás. Una lágrima por la mejilla de ella pareció devolverla al presente. Escuchó la voz del niño.
-       “Mira, es mi carta, la he escrito yo sólo. No quiero mucho, solamente una bicicleta. ¿Me la traerás?
-       Ehmmm… si, claro. Intentó decir algo más pero las palabras se quedaron atascadas en su garganta. Miró nuevamente a la mujer que le devolvió en sus ojos una tristeza infinita. El fotógrafo ya había disparado su flash y se había perdido entre los últimos clientes que salían del establecimiento.  El niño se bajó de sus rodillas y pegó su nariz en el escaparate.
-       ‑Mira mamá esa es la bicicleta que quiero.
Pasosrotos se acercó a la mujer que volvió a llorar, esta vez sin disimulo.
‑No tengo trabajo, no tengo dinero y ni siquiera podremos cenar esta noche”. Por favor, déjeme, no me gusta que me vean así...”
Pasosrotos se alejó. Antes de doblar la calle para acceder a la puerta de entrada de personal, miró hacia atrás. La mujer y el niño se perdían en la calle iluminada por un espléndido abeto decorado con bombillas de colores.

            Ya cambiado y con el disfraz en una mano y el dinero recién cobrado en la otra se dispuso a salir del establecimiento. Miró el disfraz ya doblado y se percató del sobre que asomaba por uno de sus bolsillos. Lo reconoció de inmediato, era el que ese pequeño le acababa de entregar. Sacó la carta escrita con mano infantil. Un dibujo del rey Melchor llevando una bicicleta en dirección a una casa con un árbol en la puerta. Una flecha apuntaba hacia la vivienda y una dirección del barrio de Carabanchel. Pasosrotos se percató de la mirada sobre su hombro. El vigilante de seguridad, detrás de él y a muy corta distancia le dirigía hacia la salida. Pasosrotos se dio la vuelta y encaró la mirada del hombre.
‑Un momento, quiero entrar, tengo que comprar algo  ‑le dijo‑. ‑No puedes, ya lo sabes. Si quieres comprar pasa por la entrada principal. De todas formas ya es demasiado tarde y todos se han ido. Ahora lárgate antes de que me enfade.
            Pasosrotos sintió que su brazo tomaba vida propia. Su puño se cerró y golpeó como un mazo la mandíbula del vigilante que cayó hacia atrás como un pesado fardo para golpearse en la cabeza contra el suelo. No era la primera vez que el vagabundo intervenía en una pelea y de inmediato se percató de que el golpeado dormiría una buena siesta. Entró corriendo en la zona destinada al público. Sin apenas darse cuenta de nada, como movido por una mano que manejase los hilos de una marioneta que era su vida, se encontró en la calle nuevamente vestido de rey Melchor, con una pequeña bicicleta en sus manos. Miró hacia la boca de metro por la que terminaba de salir y leyó el letrero. “Opañel. Salida calle La Vía”. Estaba en el barrio de Carabanchel. Una gruesa capa de nubes cubría el cielo. Sintió frío cuando una espesa niebla apareció de repente. Cruzó la calle que estaba enfrente de él y se preguntó cómo llegaría a su destino pero una vez más  sus pies tomaron la iniciativa. Cuando cruzó la calle el frío desapareció disipándose la niebla con la misma rapidez con la que había llegado. Empezó a llover con fuerza, como si se hubieran abierto todos los mares del universo sobre su cabeza. El traje empezaba a empaparse y la peluca, la corona y la barba blancas goteaban agua por cada uno de sus  pelos. A través de la cortina de lluvia miró a su alrededor  y tuvo la sensación de que había cambios en el entorno que, por otra parte, le resultaba extrañamente familiar. Quizás la niebla, el agua y sus pies le hubieran jugado una mala pasada para conducirle a algún descampado. El asfalto de la calle se había trocado por tierra mojada, no había farolas, coches ni edificios. Solamente casas bajas de una altura, con las ventanas iluminadas. Volvió la vista atrás intentando localizar la estación de metro de la que acababa de salir  pero su mirada se perdió en ese mismo paisaje. Sintió el peso de la bicicleta en su mano y agradeció el abrigo que le proporcionaba el mojado traje de rey Melchor.

La casa no era muy grande. Un pequeño dormitorio con una cama en la que acababa de acostar al pequeño. Luego cuando llegase el marido acostaría al niño en el colchón que guardaba tras la puerta  del comedor. En éste una repisa con media docena de platos repartidos en estanterías adosadas a la pared, hacía las veces de cocina.  Un pequeño cuarto de baño, retrete, plato de ducha y lavabo completaba la vivienda. Había recogido algunos cartones ese mismo día. Quizás obtuviera un par de monedas por ellos. Escuchó la voz de él y empezó a temblar antes de que llegara a la puerta. Siempre la misma historia que se repetía, día tras día. Bronca en el mejor de los casos, una bofetada habitual o una paliza en algunas ocasiones. Esta vez llegaba más borracho que de costumbre pues tardó un par de minutos en dar con la llave e intentar abrir la cerradura para terminar llamando a voces hasta que ella abrió la puerta. Antes había pasado a la habitación del pequeño que dormía plácidamente.  Después colocó la sartén sobre el hornillo para calentar un frito de costillas que había guardado para cuando él llegara. Entró dando tumbos y con el aliento oliendo a ginebra. Un gruñido fue el saludo. “Tengo hambre, fueron sus siguientes palabras. El guiso empezaba a calentarse y el olor del pimentón inundó la vivienda. Ella abrió la ventana para permitir la salida del humo. Fue lo suficiente para desencadenar la tempestad.
‑¡Cierra esa  ventana! ¡Si tuvieras el frío que yo tengo no tendrías tantos problemas con el maldito humo!
‑Lo siento ‑dijo ella en un murmullo mientras volvía a cerrar la ventana‑.
‑¿Lo sientes? ¿Qué sientes? ¿Que tenga frío? Vas a sentir frío, maldita puerca.
Abrió la puerta de la calle, una corriente helada inundó la habitación. Luego se dirigió hacia ella y la agarró por la muñeca con la intención de arrastrarla hacia la calle. Estaba demasiado borracho y ella se zafó sin dificultad pero no pudo esquivar el puño que en ese momento golpeó su cara. Cayó como fulminada por un rayo y en su caída derribó la sartén sobre el hornillo. El aceite ardiendo fue a parar sobre la ropa de su agresor que sintió como su carne se abrasaba. Intentó buscar la salvación tirándose al suelo pero se equivocó. Al instante empezaron a arder todos los cartones que la mujer había recogido esa mañana. Inicialmente ella tuvo más suerte al quedar inconsciente sobre el suelo de baldosa. Pero su suerte duraría poco tiempo. Las llamas de inmediato alcanzaron la techumbre de madera y el fuego se extendió como una gota de tinta en un papel secante.
            El pequeño oyó los gritos de un hombre que se abrasaba y salió de la habitación. Él también gritó de terror al ver a su madre caída y a punto de ser alcanzada por las llamas. A un par de metros su padre todavía se revolcaba aullando. No se preocupó de éste y directamente intentó tirar de los pies de ella hacia la puerta. Hubiera podido escapar de haber tomado la decisión de inmediato pero ni siquiera pensó en ello. Volvió a tirar de su madre con todas sus fuerzas pero no lo consiguió. Se tumbó sobre ella llorando. ¡Mamá! Y su llamada de terror consiguió sacarla del letargo. Cuando ella abrió los ojos y vio al pequeño y sintió el calor que la abrasaba se puso de pie rápidamente pero ya era demasiado tarde. Las llamas avivadas por el aire que entraba por la puerta impedían todo intento de escapada. Abrazó a su hijo y solo pudo decirle: “Cariño, mamá te quiere y no dejará que te pase nada”. No creyó sus palabras y el aire caliente ya empezaba a abrasarle los pulmones.

            Volvió a ponerse en marcha hacia un grupo de viviendas cercanas. Tras ellas un extraño color rojizo estaba empezando a iluminar el cielo. Solamente él pudo escuchar un grito aterrador que le llegó hasta lo más profundo de su cabeza. Una de las viviendas ardía. Dejó la bicicleta y salió corriendo hacia la casa. La puerta estaba abierta. Intentó mirar hacia el interior pero una espesa nube de humo cegó su vista. Un segundo grito, esta vez más fuerte se elevó sobre el rugir de las llamas. No supo cómo lo consiguió pero atravesó la negra cortina de fuego. Dio gracias a su traje empapado. Al ver a la mujer y al niño en el suelo levantó al pequeño. Liberándose de las cadenas abrió la mojada capa y apretándole contra su pecho y con la protección de la tela calada logró salir de la vivienda. Le dejó en la calle a una veintena de metros donde el calor no era tan intenso. Volvió sobre sus pasos para atravesar de nuevo las llamas. Levantó a la mujer e intentó repetir la maniobra de envolverse ambos en la capa pero, evidentemente el abrigo salvador no era suficiente para los dos. Se la quitó de inmediato. Protegió la cabeza y cara de ella con la peluca y barbas empapadas por la lluvia. Nada más quitarse la barba postiza  sintió que el aire abrasaba sus pulmones. El contacto del agua con la cara de la mujer terminó de despertarla. Incrédula vio al hombre que era su salvador. El niño está en la calle. No se preocupe, se ha salvado. Ella solamente musitó un gracias a Dios. Ahora el problema estaba en atravesar la cortina de llamas. Se agarraron de la mano y ante la duda de ella él pegó un tirón  y la arrastró hacia el infierno. Una vez rodeados por el fuego ella solamente pudo huir hacia delante. No sintió el momento en que la mano del hombre se soltaba de la suya ni sintió el golpe del cuerpo de su salvador al caer. Unos minutos después madre e hijo abrazados miraban hacia la casa que se consumía. El niño miró unos metros hacia delante. ¡Mamá, mira, una bicicleta!

Pasosrotos despertó de su letargo. Recordó los instantes pasados y tras tocarse comprobó que estaba vivo. Se encontraba especialmente cómodo y, extrañamente, no sentía dolores. Miró a su alrededor y el ambiente le resultó familiar. Era evidente que se encontraba tumbado en la cama de un hospital. No sabía cómo había llegado hasta allí y supuso que habría sido rescatado en el último momento. Se levantó y se dirigió al cuarto de baño sin dudar. Volvió a tener la misma sensación de saber dónde se encontraba. En ese momento se abrió la puerta. Y una joven enfermera se dirigió sonriendo hacia él:
‑Doctor, veo que se encuentra mejor…
Pasosrotos miró a su alrededor, estaba sólo y esa mujer se estaba dirigiendo directamente a él. Sin saber cómo ni por qué contestó de manera automática.
‑Gracias, Diana. ¿Muchas urgencias en esta noche?
‑No ‑contestó ella‑. La última la atendió usted antes del desmayo ‑volvió a sonreír con cara de traviesa‑. Doctor ‑le dijo‑ trabaja usted demasiado y quizás le vinieran bien unas vacaciones… y una esposa
‑Gracias –respondió mientras sentía que todo giraba a su alrededor‑.
 Recuerdos de noches en la calle, de una noche, muchos años atrás y del incendio de su casa, de un hombre que salvó a su madre y a él de morir quemados. El héroe anónimo nunca apareció. Los periódicos de la época dijeron que había muerto, otros testigos afirmaban que le vieron salir en llamas y desaparecer delante de media docena de vecinos que se habían congregado para apagar el fuego. Recuerdos en la lejanía de un padre borracho, de una madre que trabajó hasta conseguir que él finalizara sus estudios de medicina. Se estaba formulando demasiadas preguntas. Miró encima de la mesita y recogió su cartera. Detrás de ella una vieja fotografía. Se reconoció a si mismo sentado en las rodillas de un rey Melchor. Intentó fijarse en la cara del hombre y un escalofrío recorrió su espalda. El rey Melchor no tenía rostro.