lunes, 24 de diciembre de 2012

LA MUÑECA

Recibió su tesoro cuando cumplió tres años de edad y desde entonces, habían sido amigas inseparables. Una muñeca de cara redonda y morena con el cabello siempre despeinado y dos enormes chapetes colorados en sus mejillas. Su boca entreabierta con un agujero redondo por el que tomaba su biberón de agua. Un cuerpo de goma dentro del cual un pequeño conducto permitía que el agua bebida saliese al exterior mojando un pañal de tela cada vez que alguien hacía presión en la barriguita del muñeco. De aquí le venía el nombre con el que su dueña, su amiga, le había bautizado. Chispipí la había acompañado en sus sueños, en el primer día de jardín de infancia y también en sus vacaciones. Después cuando empezaron los dolores, hacía ya 5 años, el pequeño Chispi también había ido con ella al médico. Y cuando le sacaron sangre y ella empezó a llorar, el agradable abrazo del muñeco había sido la solución para tranquilizarla. Luego fue con ella al hospital y, aunque en la habitación estaban otros niños, para sus conversaciones, sus secretos, siempre estaba cerca la oreja del muñeco. A él se lo había contado todo. “Chispi, no te preocupes, me han dicho que estoy creciendo y por eso me duele la pierna”. “Chispi, mañana me van a hacer una foto de la pierna. Pero por dentro, me han dicho que no duele y que así se verán mis huesos”. “Chispi, tenemos que ir al hospital. Para saber lo que tengo me tienen que meter en una máquina que hace ruidos raros pero no me voy a asustar porque te dejarán estar fuera esperándome”. “Chispi, nos tenemos que quedar aquí, han hablado con papá y con mamá. Mamá me lo ha dicho sonriendo pero yo me he dado cuenta de que ella estaba triste y había llorado. Chispi, creo que me voy a morir, la pierna me duele cada vez más…”
Luego, tras la hospitalización vinieron más pruebas, más análisis, siempre con una aguja clavada en el brazo conectada a la botella de suero. Apenas tenía hambre y todo lo que comía, aunque fueran cosas ricas, lo vomitaba. No entendía por qué pero su pelo también empezó a caerse. Celebró así su cumpleaños en tres ocasiones y cada vez se encontraba peor. Su mamá siempre a los pies de la cama, hablando bajito cuando ella creía que no la oía. Así se había enterado de muchas cosas. Tenía una enfermedad bastante grave que le estaba  llenando el cuerpo de bultitos. Los médicos estaban intentando curar y muchas de las cosas que le pasaban era por culpa de las medicinas que le estaban dando, como la pérdida del pelo o las ganas de vomitar. Aquel día se encontraba bastante mal. Ya hacía mucho tiempo que no se levantaba de la cama y le habían puesto una mascarilla en la cara para que pudiese respirar. Sabía que al día siguiente, sería Navidad pero eso le importaba muy poco. Ya casi no podía hablar y estaba sola en la habitación. Mamá había salido llorando después de que el médico hablase con ella. “No hay esperanzas y la niña no llegará a mañana, lo siento.” Sintió frío y pudo oir la puerta al abrirse. Era mamá que le colocaba las sábanas. “Mami, ¿dónde está Chispi? Preguntó. No escuchó la respuesta pero de inmediato sintió un beso y el cuerpo de su pequeño muñeco junto a ella. Giró la cabeza para mirarle pero solamente intuyó su cara borrosa destacada sobre la almohada. Se abrazó, con suavidad a él y, como siempre, empezó a hablarle, casi en un susurro.

-      ¿Sabes Chispi? Creo que me voy a morir esta noche. Pero no te preocupes, me acordaré siempre de ti. Chispi, tú has sido mi mejor amigo y te voy a echar mucho de menos. No sé si en el Cielo habrá muñecos pero ninguno será tan bonito como tú…”

Fue entonces cuando, del muñeco, pareció desprenderse una oleada de calor. El brillo que inundó la habitación solamente fue percibido por ella. ¿Era posible que su mamá no se hubiese enterado de nada? Con el calor, notó que sus fuerzas aumentaban y de inmediato, comenzó a sentirse mejor. Tanto como para poder dormir hasta que los rayos de sol de una mañana de Navidad, incidieron sobre su cara. Miró a su mamá y a la enfermera y les dedicó una amplia sonrisa. “Tengo hambre”, dijo.
         Mientras esperaba el desayuno, miró la cara del muñeco y comprobó que algo había sucedido. Apenas tenía pelo y el sonrosado de sus mejillas había cambiado por un amarillo sucio. También la goma estaba distinta. Dura por unos sitios y llena de bultitos blandos por otros. La pierna se le había deformado. Chispi, ¿qué te pasa? ¿Te has puesto malito? No te preocupes, yo te voy a curar. Mira, aquí tengo tu “bibe”. Tómatelo todo y verás como te encuentras mejor…”
Aplicó el biberón a la boca del muñeco e intentó apretar pero dejó de hacerlo cuando el agua empezó a salir por la pequeña boca…
Los días siguientes fueron llenos de actividad. Pruebas continuas, análisis y radiografías de todo tipo. Nadie sabía la razón pero la enfermedad había desaparecido sin dejar rastro de ella. Algún diario se hizo eco del caso. “Milagro de Navidad” era el titular pero pronto todo se olvidó y la tranquilidad volvió a la habitación del hospital.
         Pero Chispi seguía estropeándose por momentos. “Mami, ¿le puedes colocar la pierna a Chispi? Es que se le ha caído…”

Y llegó el gran día. 5 de enero, noche de Reyes. Los médicos le habían prometido que pronto volvería a casa. Al día siguiente papi se presentó con un hermoso paquete. “Reinita, los reyes te han dejado esto en casa”, le dijo con una amplia sonrisa. Abrió el paquete. Era el último modelo de mini consola portátil, con pantalla de alta definición y un montón de juegos. Pegó un grito de alegría y tras dar dos besos a sus padres se puso a investigar el regalo casi inmediatamente.
Salió del hospital con la mirada puesta en la pantalla intentando que la princesa escapase de las garras de su enemigo el dragón gracias al poder de las esmeraldas mágicas que había obtenido jugando la pantallita anterior. Mientras tanto, en la papelera de una de las habitaciones del hospital, un pequeño y deforme muñeco esperaba, con una lágrima en sus ojos, a ser recogido por el personal del servicio de limpiezas.
        

martes, 18 de diciembre de 2012

PANOCHA

La calle Preciados, en pleno centro de Madrid, es siempre un hervidero de gente. Gente de todas las razas, gente de todas las categorías sociales, pertenecientes a todas las tribus urbanas. Si nos detenemos un momento y miramos a nuestro alrededor, al principio no podremos diferenciar sino una inmensa masa que se mueve de manera indefinida, de manera similar a las hormigas en la proximidad del hormiguero. Imaginemos una enorme mesa de billar en la que hubiera un sinfín de bolas que la  recorrieran sin parar un solo instante, deprisa unas, más lentamente otras, ésta de aquí chocando contra una banda para rebotar en la dirección opuesta mientras que la de más allá está detenida a la espera de que alguna choque con ella para comunicarle su inercia e imprimirle un rápido movimiento mientras las demás parecen indiferentes a cada una de las bolas que las rodean. Imaginemos por un momento que fuéramos capaces de congelar la acción para poder individualizar cada bola, no, cada persona. El tiempo se ha detenido y ahora podemos analizar la calle como si se tratara de una instantánea capturada  por la cámara de un fotógrafo. Podremos aislar cada uno de los elementos que antes eran partes integrantes de un todo.
         Vemos, en el centro de la calle, una gran masa de individuos más o menos distintos pero con una característica común: Todos parecen llevar mucha prisa, caminan mirando al frente, algunas veces se paran para mirar  un escaparate o para entrar en algún comercio. Su trayectoria se inicia en la plaza de Callao para terminar en la Puerta  del Sol o viceversa. Otros toman calles colaterales, pero son los menos. su mirada, ya hemos dicho, siempre puesta al frente. Parecen indiferentes a los demás seres humanos que les rodean. El segundo grupo de individuos que se muestran a los ojos del observador, parecen no tener tanta prisa. Permanecen durante horas en una situación más o menos fija. También ocupan la parte central de la calle pero, desde su posición inicial solamente se desplazan unos cuantos metros en su derredor. Visten mucho peor que los del primer grupo y su ocupación principal es solicitar unas monedas a cambio de, unas veces una canción, las otras ejerciendo de estatua humana, recitando poesías, volando malabares o, sencillamente, inspirando compasión.
         Panocha pertenece a estos últimos. Es una criatura propia de la gran ciudad. Niños como él podremos encontrarlos en todas las grandes urbes. Panocha tiene unos doce años, demasiado pequeño para conocer como un adulto todas las miserias humanas, esto forja un carácter introvertido que se asoma al exterior en una mirada baja y desconfiada. Su talle es corto para esos doce años y su aspecto regordete denuncia que, al menos, el trato recibido por parte de su abuela, con la que vive, es incluso mejor de lo que pudiéramos suponer. Como consecuencia de la muerte de su padre, primero, y la fuga de su madre después, Panocha pasó a la tutela de su abuela, una mujer que en toda su vida no había hecho sino trabajar de sol a sol en la venta ambulante de frutas en ferias y mercados y sufrir los malos tratos de un marido alcohólico y unos hijos rebeldes de los cuales no pudo hacer carrera. Cuando Panocha se quedó definitivamente en su casa, recibió del niño todo el cariño que la vida le había negado hasta entonces. A los siete años le matriculó en un instituto próximo a su domicilio al que le iba a llevar y a traer todos los días. El niño, rebelde al principio aprovechaba el menor descuido de su abuela para hacer novillos y marcharse a jugar junto a las vías del tren en las proximidades del Ramón y Cajal. Le encantaba colocar cualquier objeto metálico sobre la vía, esperar que pasase “el cercanías” y recoger el objeto aplastado que pasaba a formar parte de su colección. A Panocha le fascinaban los trenes y soñaba con verse al mando de una moderna locomotora del TALGO. Cuando se enteró que nunca podría ver su sueño hecho realidad si no completaba sus estudios, dejó de faltar al colegio y esto supuso un descanso para la buena mujer que vio que el niño se encauzaba en una dirección correcta. Cuando Panocha salía de clase, a las tres de la tarde, se encaminaba ya solo a su casa. Su abuela nunca estaba a esas horas y era la vecina de enfrente quien le abría la puerta. Panocha encontraba la comida, siempre fría, encima de la mesa y después de comer se colaba en la estación de metro de Valdeacederas para terminar exhibiendo su arte en la calle de Preciados en la confluencia con Mesonero Romanos.

         Panocha solamente tenía un juguete, la exigua economía de su abuela tampoco daba para más. El juguete consistía en un palo del que colgaba en un extremo un cordel de bramante de un par de metros de longitud al final del cual se enganchaba una bola de madera decorada con purpurina de colores. Dicha bola, del tamaño de una pelota de tenis, tenía un agujero en la parte opuesta a donde se enganchaba la cuerda. El arte de Panocha consistía en lanzar la bola a lo alto, luego pegaba un tirón seco del palo y la bola quedaba unida por el agujero al extremo de éste como atraída por un imán. Panocha no recordaba cuando había sido la última vez que falló el lanzamiento. Con el tiempo había conseguido alcanzar una notable habilidad y contaba en su representación un abundante repertorio de variaciones, haciendo girar la bola en horizontal o vertical alrededor del palo o de sí mismo. haciéndola rebotar en el suelo o en una pared cercana antes del acoplamiento. Logró hacerlo incluso con los ojos cerrados. El público rodeaba, curioso, al niño observando cada truco y aplaudiendo la ejecución. Luego al final le tiraban algunas monedas que Panocha recogía rápidamente. Después, ya en su casa, reparaba con mimo todos los arañazos y golpes que la brillante pelota hubiera recibido volviéndola a dejar impecable para la siguiente representación. El “bolinche”, así lo llamaba, era su único juguete y ejecutando su arte, Panocha se sentía realmente importante.
         Aquel día Panocha recogió, como de costumbre las monedas con que su público le había recompensado, no más allá de unos tres o cuatro euros. Entonces se fijó en una niña, no mayor que él que le había estado observando maravillada. La niña, apuntándole con su manita, susurró algo imperceptible al oído de la señora que le acompañaba. La señora se dirigió al muchacho:
‑Es muy bonito tu juguete. ¿Dónde lo has comprado?
‑No lo sé –respondió el aludido‑ lo tengo desde hace mucho tiempo.
‑Mira, a mi hija le ha gustado tu juguete, ¿porqué no me lo vendes? Te daría más dinero del que sacas pidiendo.
‑Es que yo no estoy pidiendo ‑ontestó el niño bajando la mirada‑.
‑No mientas, he visto como recogías las monedas que te arrojaban.
‑Ya, pero yo no lo hago por dinero… Solo que me gusta que me vean y me aplaudan.
‑Mira, te hago un trato –insistió la mujer‑, te doy… ¿te parecen bien cuarenta euros?
‑Es que no necesito tanto dinero –aclaró el niño deseando que la conversación terminara cuanto antes‑.
‑Bueno, ‑replicó la mujer visiblemente contrariada‑. ¿Y si además te regalo esta “Nintendo”? Mi hija apenas juega con ella. Mira que bonita es, tiene la pantalla de colores. Seguro que ninguno de tus amigos tiene una igual…
Panocha retiró suavemente la mano que le instaba a coger el juguete mientras negaba con la cabeza. Su interlocutura que no esperaba esta respuesta le miró confusa.
‑Pero… ¿por qué?
‑Es que yo… sí  juego con mi bolinche, además con eso nadie me miraría aunque lo hiciera muy bien y además mi bolinche no gasta pilas y si llego a casa con ese juguete tan bonito igual mi abuela se cree que lo he robado y seguro que me iba a castigar, además…
‑¡Basta ya de “ademáses”! ‑la paciencia y la argumentación de la señora se habían derrumbado bajo los argumentos del pequeño‑. ¡Eres…eres un…!
Agarró a la niña de la mano que de repente rompió en un desconsolado llanto mientras Panocha observaba como se alejaban. Panocha no estaba preparado para ver llorar a la niña y sintió como se le encogía el estómago. No se habrían alejado una veintena de metros cuando el niño salió corriendo hacia ellas. Se les acercó por la espalda y tocó con su mano el hombro de la chiquilla que se volvió sobresaltada.
‑Toma, para ti, te lo regalo. Pero no llores...
Panocha se dio la vuelta y salió corriendo, como si tuviera miedo de arrepentirse, una vez que la pequeña mano de la asombrada niña hubiera agarrado el preciado juguete.
‑Pero… ‑replicó la no menos asombrada madre‑ ¡espera, no te vayas! ¡Coge al menos el dinero! Nena, dile gracias…
Pero Panocha no escuchó nada. Siguió corriendo y cuando creyó haberse alejado bastante se dio la vuelta para observar como su juguete se movía torpe en las manos de su nueva dueña.

A la mañana siguiente los empleados del servicio municipal de limpieza del Ayuntamiento no repararon que, en una papelera de la Puerta del Sol, perdido entre papeles, cartones y vasos de plástico había un palo de cuyo extremo pendía un cordel al final del cual se enganchaba una pelota pintada cuidadosamente de purpurina.  

 

martes, 11 de diciembre de 2012

Barrendero de Navidad

Barrendero de Navidad.

Empujó el carro hasta la siguiente esquina y continuó su trabajo maldiciendo entre dientes. Odiaba esas fiestas que solamente significaban más gastos y, sobre todo, mucho más trabajo. Como todos los años se había gastado más de lo que su sueldo recomendaba en lotería y, como todos los años, había vuelto a perder. Jugaba siempre su terminación favorita, en siete y, una vez más, la suerte había caído en un pequeño pueblo manchego del que nunca había oído hablar. Odiaba ver a los nuevos ricos brindando en el bar de la plaza ante las cámaras de la televisión. Pero eso fue ayer. Si hubiera sido él el premiado, ahora no estaría barriendo la maldita porquería a las dos de la mañana de una madrugada desierta en vísperas de Nochebuena. Miró hacia el fondo de la calle atraída su atención por el monótono canturrear de un borracho que llegaba en dirección a él dando tumbos entre los vehículos aparcados a ambos lados de la calle. El hombre parecía feliz a pesar de lo que era. Un puto y jodido mendigo con la cara sucia, las ropas raídas y con una botella de vino casi vacía en la mano. Odiaba a esa gente, pensó. Bueno, a decir verdad, odiaba a todo el mundo. Odiaba a sus padres, a su mujer y a sus hijos que solamente sabían comer dormir y cagar. El borracho ya estaba a su lado y sonrió mientras levantaba la botella en un ridículo brindis. “¡Salud colega, y Feliz Navidad!”-, dijo con la voz pastosa por el alcohol. “Yo no soy el colega de ningún hijoputa borracho”, le contestó él mientras apoyaba una mano en el escobón y la otra en el carro de las basuras. Su actitud, inequívocamente retadora en ademán de interrumpir el paso al borracho. El otro le miró seriamente. “No hay problema, colega, ya me abro por la otra calle”.
-         ¡Te he dicho que no soy el colega de ningún hijoputa borracho!, -le contestó, mientras dejaba caer el enorme cepillo al suelo.
-         Oye, que no quiero problemas. Estamos en Navidad y…
-         ¡Me cago en la puta Navidad! ¡Me cago en tus muertos y me cago en ti!

Pegó un empujón al hombre que dejó caer la botella al suelo.
¡Imbécil! ¡Mira esa botella rota! ¡Borracho de mierda! Vas a recoger esos cristales si no quieres que te rompa el alma.
Yo… lo siento. Me empujaste y… No pasa nada, colega, déjame la escoba que yo te ayudo…
¡Te dije que no soy tu colega. La ira se le había desbordado. Golpeó con furia al borracho en la cara que cayó sobre la mezcla de vino y cristales rotos. ¡Te he dicho que no soy el puto colega de ningún puto borracho, -continuó mientras pateaba el cuerpo del hombre que, encogido en el suelo trataba inútilmente de  protegerse de los golpes de su agresor. Luego se cansó cuando el hombre dejó de moverse dejándole  tirado en medio de la calle. No había testigos y si ese gilipollas moría, le habría hecho un favor. Mañana la prensa dirá que un mendigo ha sido atacado por una banda de rapados. No le importaba. Recogió el escobón y empujó el carro sin detenerse ni mirar atrás hasta cruzar dos calles y entrar por la tercera a unos cientos de metros donde había tenido lugar la pelea. Después oyó unas sirenas, policía o ambulancia, que anunciaban que ya habría sido encontrado el infeliz. Le daba igual. A él todavía le quedaban algunas calles por barrer y era poco probable que el inspector de limpiezas pasase aquella noche por allí. Un barrio de las afueras lejos del centro. Sin tiendas, turistas ni luces de colores. Eran poco más de las tres de la mañana y a las cuatro terminaba su turno. El tiempo justo para barrer esa calle y dirigirse con sus cubos hasta el camión que le esperaría unas calles más abajo. Siguió con el barrido ignorando la suciedad que quedaba entre los coches aparcados. Escuchando el monótono “ris-ras” de su cepillo al pasar sobre el asfaltado de la vía tenuemente iluminada por la luz de una luna llena que se destacaba sobre el cielo. Entonces fue cuando su atención volvió a alejarse del maldito ris-ras. Una pequeña figurilla, de esas de los belenes, destacaba con nitidez en medio de la suciedad arrastrada por las cerdas de su escobón. Se agachó para mirarla más de cerca. Efectivamente, una figurita de terracota que representaba una vieja barriendo. Incluso él se percató de que su estilo no era el habitual. A pesar de su tamaño, no mayor que la palma de una mano, sus detalles destacaban por su perfección. Las manos huesudas empuñando el palo, sus ropas negras y el mandil blanco, su pelo cano enmarcando una cara sucia, con la boca entreabierta dejando asomar unos pequeñísimos dientes. Pero lo que más llamó su atención fue la profundidad de su mirada. El artista no se había limitado a pintar los ojos sobre la cara. Había incrustado dos pequeñas piezas de nácar a las que había adherido dos minúsculas motas de algo que podría ser ébano. De esta manera los ojos de la vieja barrendera parecían tener vida propia. Mientras la miraba, a la luz de la luna llena, hubiera jurado que la vieja le sonreía. Conocía a un anticuario en la zona de Lavapiés, cerca del rastro, que en alguna ocasión le había dicho que si encontraba alguna cosa que pudiera considerar de valor entre las basuras, no dudase en  enseñársela. Él se la tasaría y es probable que ganase algún dinero. En dos ocasiones le había llevado unos viejos muebles pero carecían de valor. De todas formas, había recibido un par de billetes por la molestia. En esta ocasión parecía distinto pues la pequeña figurilla era, evidentemente valiosa. Se la metió en un bolsillo. Quizás el viejo no estuviera en la tienda mañana pero, después de Navidad iría a verle con su pequeño tesoro.
            Estuvo puntual como siempre, para cuando llegase el gigantesco camión que recopilaba los cubos repletos de tierra, papeles y vidrios. Saludó al conductor sin prestarle apenas  atención.  “Ha habido jaleo en la zona. Un borracho ha sido apaleado y muerto por los rapados. Una paliza brutal”, le dijo. “No te enteraste de nada? ,-continuó-, fue en tu zona...” Él se limitó a responder con un “estaría barriendo otra calle”. Luego encogió los hombros en ademán de indiferencia y se calló. El conductor arrancó el vehículo que se perdió en la oscuridad de la noche.
Llegó a casa casi a las seis de la mañana. Al abrir la puerta, como siempre, la luz de la cocina estaba ya encendida. Su mujer le preparaba una cena caliente antes de acostarse y de  partir a su trabajo como dependienta en unos grandes almacenes. Ella le miró en un intento de encontrar la palabra amable que hacía años había perdido. “Cariño, ayer los niños colocaron el Belén y esperaban que les pusieras hoy las luces. Están muy ilusionados. Ya lo tienen todo colocado y…
Él no hizo caso de la conversación. “Mierda para el Belén, mierda para los niños y mierda para ti”, contestó mientras engullía un pedazo de chorizo frito. Déjame en paz con tus belenes y ya le puedes decir a los mocosos que se estén callados. Tengo sueño y quiero dormir…
-         Les iba a llevar a casa de mi madre, replicó ella sin ganas de una discusión que podría terminar a bofetadas. Cenaremos allí esta noche, continuó. Si quieres te voy a buscar cuando salgas…
-         No quiero nada. Solamente quiero dormir sin que me molestes. Vete a donde te de la gana…
Ella no replicó. Rápidamente limpió y recogió los platos mientras él se dirigía a la habitación. Pasó al baño y se quitó los pantalones antes de orinar. También se quitó la camisa y la chaqueta de su mono de trabajo que dejó tirada junto a la bañera. Entonces recordó la pequeña figura que había encontrado aquella noche. Continuaba en el bolsillo de su pantalón. A la luz de las bombillas la mirada de la vieja parecía todavía más real.  Se dirigió a la habitación. Encima de la mesilla estaba toda la tira de boletos del sorteo de Navidad. En caso de haber sido premiado hubiera ganado dos millones de euros que le hubieran permitido vivir sin trabajar el resto de su vida. Colocó la figura sobre los billetes. Bajó la persiana casi del todo hasta que solamente un rayo de luz de luna penetró a través de los cristales iluminando la vieja barrendera haciendo que su figura alargada se proyectase sobre los inservibles boletos de lotería. Un minuto después dormía con la mirada de la vieja entremezclándose con sus sueños.

No supo cuanto tiempo había pasado pero se despertó con el ris-ras del cepillo resonándole en sus oídos. Miró hacia la ventana. Por la luz que entraba supo que ya era completamente de día. Se frotó los ojos para desperezarse pero el maldito ris-ras no desapareció. Lo escuchaba nítidamente, como si el cepillo estuviera allí mismo barriendo la calle. Miró alrededor y la habitación estaba desierta. Notó una extraña calma solamente interrumpida por el ruido del cepillo. Pero allí no había nadie. El sonido parecía proceder de la mesilla. Miró en esa dirección y su sangre pareció helársele en las venas. La figura de la vieja había adquirido vida propia y estaba barriendo la superficie de los billetes no premiados. Pensó que seguía dormido. Se levantó y encendió la radio que en esos momentos emitía un popular villancico. La vieja, indiferente a todo, continuaba su barrer incesante y de pronto supo que no era un sueño. El milagro se estaba produciendo. Cada vez que la vieja pasaba la escoba por los números impresos de los billetes, la tinta de éstos parecía disolverse, transformando cada billete que barría, en un número distinto. Lo identificó de inmediato. Era el que la suerte había querido que resultase agraciado con el premio mayor de aquel año. Volvió a mirar, hipnotizado, el barrer de la vieja, el monótono y repetitivo ris-ras que modificaba cada billete inútil en un billete lleno de valor. La vieja ya había cambiado nueve billetes y estaba barriendo el último. Él, sentado sobre la cama, la dejaba hacer. Cuando ella finalizó volvió a la misma posición inerte en la que la había encontrado.  Acercó la mano temblorosa a los billetes de lotería. Estaba claro que el número había cambiado y que el nuevo billete transformado por la escoba de la vieja estaba premiado. Premiado con dos millones de euros. Levantó la figurita con cuidado. Todavía no esta seguro de que todo hubiera sido un sueño. Con la figura en la mano se dirigió hacia la ventana para abrirla. Subió la persiana y la luz del sol de invierno inundó la habitación. Sintió el aire frío sobre su cuerpo pero la sensación de vida le resultó agradable. El ruido de la calle era evidente. Bajaría de inmediato al banco e ingresaría el premio. No quería que nada pasase. Se sentó sobre el borde de la cama para empezar a vestirse. Todavía tenía la figura entre sus dedos. Miró los ojos brillantes. “Buen trabajo, vieja”, musitó entre dientes. Fue entonces cuando la figura volvió a moverse entres sus dedos. “Mi trabajo, mi trabajo, todavía no está terminado”. La figurita pronunció estas palabras mientras caía al suelo. Él se echó  hacia atrás y sus manos aferraron la almohada. Sus ojos se desorbitaron cuando vieron que la vieja se levantaba del suelo y saltaba hacia su cuerpo. Fue como si le hubiera golpeado un mazo que le derribara sobre la cama. Cayó hacia atrás y la figura se colocó encima de él mientras una carcajada helada retumbaba en sus oídos llegando hasta lo más profundo de su cabeza. Intentó levantarse pero el peso de la barrendera se lo impedía.  Quiso quitarse la figura de encima pero al agarrarla su mano se retiró como si su atacante estuviera hecha de ardiente plomo fundido. La vieja empezó a barrer sobre su pecho y volvió a sonar el maldito ris-ras. Gritó  una, dos veces y su voz sonó apagada. Supo que nadie le oiría. La vieja seguía barriendo: ¡Ris-ras, ris-ras! Justo sobre su corazón. Entonces comprendió. La maldita bruja, con su escoba le estaba barriendo la sangre de las venas y, supo que iba a morir...

- Infarto de miocardio, lo siento, dijo el doctor responsable del servicio de urgencias.  Debió ser esta mañana, a eso de las doce pero la autopsia lo confirmará. Señora, lo siento, repitió. Si puedo hacer algo por usted…
- No lo sienta. Era una bestia que nos maltrataba. No soltaré ni una lágrima por él. Para nosotros ha sido un alivio.
El médico se encogió de hombros sin saber qué decir. Pocas veces había recibido una respuesta tan sincera, tan llena de liberación. Recogió su maletín mientras que el juez de guardia levantaba acta de la defunción. Se sentó en una silla junto a la mesilla de noche. Su mirada se desvió hacia ésta y hacia los billetes que en ella estaban. No estaba seguro pero ese número le resultaba demasiado familiar.
            Señora, tiene usted aquí unos billetes de lotería. ¿Los ha comprobado?
No, no los he mirado. Mi marido era muy aficionado al juego. Pero… ¿Qué está mirando?
Nada, contestó él. Esa figurita. Parece sacada de un Nacimiento. ¿Me permite que la coja? Es terracota pero está muy bien elaborada. Tiene una mirada extraña que parece darle vida. Es un hombre. Un borracho, diría yo. En sus manos parece llevar una botella de vino…



sábado, 27 de octubre de 2012

Cuento de halloween

Asesinato En Halloween.
Dedicado, con cariño, a todos los integrantes de www.mundoliliput.com
Los doce se hallaban sentados alrededor de una mesa ovalada. El que ocupaba la cabecera y que parecía ser el jefe, fue el primero en hablar.        ‑Señores de este honorable consejo de estudios. Gracias por asistir a esta junta extraordinaria pero creo que el caso es lo suficientemente grave como para haberla convocado. Todos ustedes conocen la realidad. Nuestra situación en las aulas resulta insostenible. Los alumnos están cada vez peor educados, cada vez más consentidos.  Sufrimos agresiones diarias, las faltas de respeto son intolerables. No contamos con el apoyo de los padres ni del Ministerio. Un discurso políticamente correcto, impide que castiguemos con la severidad necesaria las faltas al orden. Todos los aquí presentes hemos sufrido en algún momento graves agresiones por parte de algunos alumnos y nuestros intentos de denuncia han sido siempre infructuosos.  Ahora, uno de nosotros, expondrá el motivo que le ha traído hasta este lugar. Escucharemos este suceso y tomaremos nuestra decisión. Hemos sido víctimas, ahora somos jueces y, llegado el caso, seremos verdugos. Nuestra compañera Inés, profesora de filosofía será quien nos exponga la última y gravísima agresión sufrida
            Se levantó una joven de unos treinta años. No demasiado alta pero morena y atractiva. Sus ojos, ocultos tras unas gafas oscuras que no lograban ocultar unas profundas ojeras que evidenciaban muchas noches sin dormir. Bebió un sorbo de agua, tragó saliva y comenzó su relato:        ‑Sucedió hace seis semanas. Había terminado las clases, ese día tuve seminario y salí más tarde. Por la mañana había expulsado a ese chico, todos ustedes saben quién es. Un joven de dieciséis años. Sus padres son una familia acomodada y el chico gasta más dinero en un fin de semana que el que podemos ganar nosotros en un mes. Todos hemos padecido a este joven. Ese día salió a la pizarra. Le formulé una pregunta, no recuerdo sobre qué. Su respuesta me dejó helada.
            ‑ ¿Qué fue lo que le contestó el chico? –preguntó uno de los profesores.
            ‑Lo recuerdo bien. Una grosería que el respeto a este claustro me impide repetir.
            ‑Es importante, Inés. Sabemos que no es fácil pero, si tenemos que tomar una decisión transcendental para todos nosotros, debemos contar con la información completa. Continúe, se lo ruego.
            ‑Está bien –respondió la aludida‑, el chico me miró a los ojos y dio dos pasos hacia mi. Yo mantuve su mirada a pesar del nerviosismo que me atenazaba. De un rápido movimiento me puso su mano en el pecho, tiró de mi blusa arrancándome los botones. ¡Puta! –gritó, ¿Por qué no me la chupas a ver si así aprendo algo?  Salí corriendo de la clase entre una algarabía de gritos y risas. Estuve toda la mañana llorando. Luego, por la tarde vino lo peor. Él me estaba esperando cerca de mi casa. No se, creo que me siguió. Estaba allí con otro amigo. Me hicieron subir a un vehículo.Tuve que masturbarles mientras era vejada en lo más íntimo de mi ser. Luego me dejaron medio desnuda en la calle. Presenté denuncia pero no sirvió de nada. Sus padres juraron que el chico esa tarde estaba con ellos y no había salido de casa. Ellos me denunciaron por acoso a un menor. El Ministerio me ha abierto un expediente y en estos momentos estoy a la espera de juicio.
            ‑Bien, conocemos los hechos… ¿Cuál es el veredicto?
Fueron doce los votos, los doce de culpabilidad. Todos los componentes de la mesa se ofrecieron como ejecutores de la sentencia. Todos ellos, habían sufrido en alguna ocasión la brutalidad del adolescente. El director del centro volvió a tomar la palabra.
            ‑Así pues la sentencia está acordada, pero ¿todos ustedes tienen claro la responsabilidad que asumen como ejecutores? Si el autor es descubierto por la policía y declarado culpable, pasará al menos veinte años de cárcel. Pérdida de la profesión, de la familia y amigos. Después…
            ‑Quiero hacerlo ‑interrumpió Inés‑. Llevo, en este colegio cinco años como profesora, y, desde hace tres tengo la sensación de estar ya condenada a prisión. Ese chico, ese bárbaro me ha violado una vez y ha salido indemne  ¿Quién me garantiza que pasado mañana no vuelva a pasar lo mismo? Alguno de ustedes ha sufrido su vandalismo. Les han pinchado las ruedas de sus vehículos, les han roto las ventanas de sus casas. Están sufriendo llamadas y amenazas telefónicas. Compañeros… Si esto no es una cárcel, se le parece bastante. Mi agresión ha sido la última y ha sido la más grave. Ruego a este Claustro, me conceda el privilegio de llevar a cabo la sentencia.

            Decidió esa noche como la mejor para llevar a cabo sus planes. Noche de fiesta gracias a la globalización que había traído entre otras cosas fiestas ajenas a la tradición. El Halloween se había implantado cada vez con más fuerza. Máscaras, esqueletos, calabazas y velas de colores habían tomado la noche de ese primer día. A Inés no le resultó difícil conocer los planes del reo. Esa noche iría a celebrar un baile de muertos a una de las discotecas de moda. Ir disfrazada dificultaría ser reconocida en caso de que la policía tuviese sospechas. Buscó un traje que ocultase sus formas femeninas. ¿Qué mejor que el de la propia Muerte? Se puso el manto pardo y una careta de látex. Antes de salir de la vivienda se miró al espejo para comprobar que era absolutamente irreconocible.  Debajo de aquel manto que le tapaba hasta los pies, nadie podría diferenciar a un hombre de una mujer. Debajo del manto, ocultaba dos cosas. La primera un pequeño revólver calibre 22 que no le había sido difícil conseguir tras unas pesquisas en los bajos fondos de la ciudad. La segunda, era su plan de huida . Una vez disparada una de las cinco balas que contenía el arma, huiría en dirección al tumulto. Contaba con que el factor sorpresa le diera unos segundos de ventaja sobre sus seguidores. La detonación pasaría inadvertida entre los cientos de petardos estallados en esa noche. Después se ocultaría entre la muchedumbre. Se libraría del manto y de la careta de látex. Sus manos enguantadas no dejarían huellas en el arma. Debajo de ese camuflaje un discreto y vulgar disfraz de esqueleto como cualquiera de los que esa noche saldrían a cientos, la haría regresar a su domicilio, esperaba, sin demasiados problemas.

            Los dos ancianos miraban entre divertidos y curiosos el panorama que ante ellos se ofrecía. Apoyados en uno de los vehículos aparcados en la zona. Sus ojos, miraban, no sin cierta nostalgia las caras de los numerosos jóvenes que deambulaban alegres. A pesar de su edad, mantenían porte altivo tras los antifaces negros que ocultaban sus rostros. Vestían de manera similar: Sombrero de ala ancha con una enorme pluma, camisa amplia, chaleco y un pantalón bombacho. Todo oculto bajo una enorme capa de seda y lana negras que también tapaba sendos floretes ajustados con un correaje de cuero a la cintura de los dos hombres que conversaban con sus caras escondidas bajo el embozo de la prenda.

      ‑Juan, definitivamente, este ya no es nuestro mundo.
      ‑No, Luís, no lo es. Añoro nuestra juventud. ¡Vaya si las corrimos gordas!

      ‑Y las que correríamos ahora, amigo, con estas mujeres tan faltas de ropa como sobradas de alegría.
      ‑No todas, Luís, no todas. Fíjate en esa figura. Camina oculta por un manto y su aspecto es el de la mismísima parca. Por su  andar yo diría que es una mujer hermosa. Y atormentada. Veo su alma, Luís. Conocía y conozco a las mujeres y ni el mejor camuflaje del mundo puede ocultar sus almas ni sus intenciones. Ella lleva la muerte en su disfraz y la lleva en su corazón. Sigámosla amigo. Creo que veremos algo interesante.
      ‑Vamos, pues,  tras ella, amigo Juan.

                        Inés se dirigió al grupo de jóvenes. A pesar de los disfraces reconoció a alguno de sus alumnos de clase. Identificó de inmediato al reo. Su enorme altura, la coleta larga y morena, sus carcajadas y ademanes estridentes le hacían destacar sobre el resto. Empuñó con fuerza el revólver con las cinco balas en el tambor y el gatillo amartillado listo para disparar. Estaba junto a ellos y alguno la miraba con indiferencia. De un gesto rápido quitó el antifaz a la víctima. No quería errores. Miró la cara  del chico y una mirada de horror apareció en sus ojos cuando vio que el arma le apuntaba directamente a la cara. A pesar de la brutalidad con que había sido sometida tan solo unos días atrás, un atisbo de misericordia cruzó por su cabeza. Quizás ese chaval mereciese una segunda oportunidad. Dudó un instante mientras bajaba el revólver. El tiempo justo para que el amenazado , le agarrase fuertemente de la muñeca en un intento de arrebatarle el arma. No supo cómo fue, pero un fogonazo salió de la boca del cañón. Sintió su mano libre y vio caer, lentamente a su víctima con un pequeño orificio en la frente por el que caía un reguero de sangre. Aprovechó la confusión para emprender la huida  pero su carrera apenas duró unos segundos. El tiempo justo para ser interceptada por uno de los vigilantes de seguridad de alguna de las discotecas de la zona que había presenciado todo el suceso. Inés sintió que el alma se le venía a los pies. Nadie creería su versión. Pretendió zafarse en un último y desesperado intento de huida  pero el hombre era mucho más fuerte que ella. De pronto dos personajes interrumpieron la escena. Uno de ellos gritó mientras que el otro desenvainó una espada que apuntó de inmediato al cuello del hombre que la sujetaba. Para que no hubiese duda de sus intenciones presionó ligeramente sobre la piel y un fino hilo de sangre manchó el uniforme del vigilante.
      ‑Muchacho, no hablo en broma. Suelta a esa mujer si no quieres que te atraviese.
      El aludido, desconcertado, soltó la presa. El otro, con una agilidad y una fuerza inesperada para un hombre de su edad, la tomó en brazos.
‑Luís, mantén bien quieto a ese sujeto. Dame unos minutos y luego déjale ir. No le mates… Si no es necesario.
                        De una rápida carrera se alejó de allí. El de la espada permaneció impávido, como si la cosa no tuviera la menor importancia. Repentinamente pegó un inesperado empujón al hombre al que amenazaba. Éste se trastabilló hacia atrás sorprendido, hasta caer sobre un grupo de chavales que entre curiosos y asustados observaban la escena. Un par de empujones más, le abrieron paso entre la gente y, de una rápida carrera, se perdió entre las luces de la ciudad.

            Cuando llegó al lugar de la cita, no pudo por menos que esbozar una sonrisa. Su amigo Juan permanecía de rodillas mirando a la mujer que, sentada en un banco, se dejaba cautivar por una mirada profunda. Y unas palabras que la mantenían ensimismada. Una carcajada de Luís, interrumpió a Juan que en ese momento decía, casi en un susurro: “…No es verdad, paloma mía, que están musitando amor...”

            ‑¡Vive Dios, don Juan, que sois poco original! No escarmentáis. Dejad a esa mujer que ya el cielo nos llama. Llega la alborada, la noche de difuntos se acaba y el cielo nos espera.
            ‑Unos instantes, más, amigo Luís. El tiempo justo para despedirme. ¿Cómo os llamáis, señora?
Inés, me llamo Inés ‑apenas pudo musitar ella.
      ‑Inés, os esperaré siempre. Os esperaré…

            Fue lo último que dijo, besó la mano de ella, esbozó una sonrisa y ambos amigos se perdieron entre una espesa niebla aparecida de la nada.

Nota del autor a sus lectores.
El cabrón del niño murió. En estos momentos ocupa una caldera individual, con vistas al Purgatorio y en ella permanecerá durante toda la eternidad. ¡Que se joda!

sábado, 29 de septiembre de 2012

A VECES LOS SUEÑOS SE CUMPLEN

         Todo comenzó con una llamada. Fue hace cuatro, quizás cinco años. En aquella época yo trabajaba como coordinador técnico de la escuela de perros guía que la Organización Nacional de Ciegos Españoles, ONCE, tiene en Boadilla del Monte, algo más que un pueblecito cercano a Madrid. El caso es que sonó elteléfono y yo contesté. Al otro lado, una agradable voz femenina me explicó que era una persona que educaba cachorros para una importante escuela estadounidense. El motivo inicial de su llamada ahora no viene al caso. Empezamos a hablar de perros, me comentó que era española y veterinaria licenciada por la universidad Complutense de Madrid. También me dijo que era escritora y que había publicado algunos cuentos y novelas. Me alegré de la coincidencia porque yo soy veterinario y lo de la escritura  también me tira bastante. Intercambio de correos electrónicos, de teléfonos particulares y de algunos cuentos en los días siguientes. Luego perdimos el contacto y no volví a saber nada más de Ana Galán, así se llama ella, hasta algunos meses después. Fue otra tarde cuando ella retomó el contacto. Había leido mis cuentos y me hizo una propuesta que acepté de inmediato: Escribir una novela a medias. Una novela destinada a un público juvenil. Una novela que contase las historias de una joven adolescente que adopta a un cachorro de futuro perro guía y la de un joven que, de forma repentina, se queda ciego.  De las dos cosas, Ana y yo sabíamos algo. Le mandé un capítulo, a los pocos días recibí su réplica, pelota que devolví a su campo en forma de nuevo episodio de la obra. Ahí perdimos nuevamente el contacto. Yo  pensé en dos posiblidades. La primera era que mi forma de escribir no le habría gustado demasiado. La otra posibilidad que se me pasó por la cabeza, es que era una señora aburrida, sin nada mejor que hacer que andar enredando con este tipo de cosas. Sin embargo reconozco que el capítulo que ella me había enviado, me enganchó de inmediato. Blanca, la protagonista, era la chica con la que me habría gustado salir cuando yo tenía 18 años. En fin, olvidé el libro y olvidé a Ana Galán. Por lo visto ella no me olvidó a mí y en marzo de 2011 ella volvió a llamarme. Se disculpó contándome que había estado muy liada pero que el proyecto seguía en pie. En esta ocasión lo que quería era mandar los capítulos a una importante editorial, que no identificó, porque “alguien” estaba interesado en el proyecto. La verdad es que no me lo creí pero como el mismo trabajo me costaba decir que sí o que no, dije lo primero. Ella prometió volver a contactar conmigo en breve si la cosa seguía adelante. Una tarde de mayo volvió a llamarme a casa. Alguien en la editorial Planeta había decidido confiar en nosotros y en nuestras posibilidades. Cuando me dijo eso, llegué a una conclusión: “Esta señora será muy simpática, escribe estupendamente pero está como una cabra. ¿Quién se iba a creer que una editorial como Planeta iba a fijar sus ojos en un esbozo primigenio de escritor como yo?  Ana me dijo también que en breve recibiría una llamada de la editorial para cerrar detalles. “Vale”  ‑le contesté‑ sin hacerle demasiado caso.  Le conté la historia a mi mujer que me debió mirar con cara de “espero que no sea grave y se le pase pronto”. Al día siguiente me volvieron a llamar. Una voz, también agradable y también femenina se identificó como Anna Casals, responsable del proyecto perruno-literario. Me habló de las condiciones del contrato que yo acepté sin pestañear… y sin seguir creyéndome nada. Cuando colgué le dije a mi mujer. Esto o es una broma de la radio o es un timo. Mañana me llamará alguien para pedirme 500 € como garantía de que no voy a dejarles colgados con la novela a medias.  Están listos si piensan que voy a darles nada. Además les voy a poner una denuncia que se van a enterar por listas. A mí me la van a dar con los años que tengo…
         Pero ese mismo día recibí por e-mail un contrato de la editorial Planeta. Nadie me pedía nada. Solamente el compromiso de escribir, terminar en una fecha concreta y si la calidad de lo escrito era buena, la editorial se comprometía a editar el libro. ¡Y encima me pagarían por eso! En el techo de mi despacho todavía está el desconchón que hice con la cabeza del salto que pegué cuando terminé de leer el contrato.
         A partir de ese momento, Blanca, protagonista femenina, y David, el chico que se quedaba ciego, empezaron a crecer. Pronto la mágica pluma de Ana Galán, nos presentó a Kits, un adorable cachorro de labrador amarillo, tercer protagonista de nuestra historia que en los capítulos siguientes…
         No voy a seguir contando. Lo siento. Si quieres saber la continuación no te quedará otro remedio que comprar la novela. Sale el próximo 3 de octubre bajo el sello de Destino, del grupo Planeta. Ana y yo la hemos escrito superando distancias, superando las barreras que me impone la ceguera a la hora de escribir, discutiendo argumentos y posiblidades a través del skype en muchas ocasiones y a través del e-mail en muchas más. Siempre conducidos por nuestra querida Anna Boss que se empeñaba, cosas de ella, en que los capítulos quedasen perfectos. A todo esto, Ana y yo seguimos sin conocernos personalmente. Será el día 3 de octubre cuando a las 19.30 horas nos presentaremos nosotros y presentaremos nuestra novela “Cierra los Ojos y Mírame”a un grupo de amigos que nos acompañarán en la librería Alibri, carrer de Balmes 26, Barcelona. Entre estos amigos no faltarán algunos usuarios de perros guía que, acompañados por sus increibles animales, nos contarán cual ha sido su experiencia con ellos. Ana Galán, Anna Casals, editorial Destino, gracias por haber hecho mi sueño realidad.
Manuel Enríquez.

lunes, 17 de septiembre de 2012

RECUERDOS QUE NO SE BORRAN

¡Por fin llegaron las ansiadas vacaciones! Ese es uno de los momentos más esperados a lo largo de todo el año. Si somos de esos afortunados a los que la crisis no les afecta demasiado, es muy posible que uno o dos días después, montemos en nuestro vehículo, en tren o avión, y nos marchemos a conocer y disfrutar de sitios muevos, paisajes lejanos y maravillosos, monumentos impresionantes… Nuestra cámara de fotos se encargará de inmortalizar todos estos lugares con la doble intención de prolongar nuestra estancia, de una manera un tanto virtual y de causar pelín de envidia a amigos y familiares que no han tenido la suerte que hemos tenido nosotros al recorrer esos parajes. Pues bien, esta es ahora mi situación. Acabo de pasar dos semanas en Fuerteventura, una islita  que, desde el punto de vista monumental, es equiparable a cualquier ciudad dormitorio de una gran ciudad. Cero patatero que diría el otro. Su belleza paisajística es también poco fotogénica: Un secarral en el interior con cabras, ardillas y algún que otro camello, o dromedario, vaya usted a saber, rodeada, eso sí, de playas de arena blanca y mar salada. Pero las playas son como los circos. Vista una se ven todas y si el día es soleado, muy experto hay que ser para apreciar diferencias entre una playa canaria, una del caribe o la Malvarosa valenciana. Quitas el cocotero, el restaurante de la Pepita y todas iguales. Más o menos. Sumemos a todo esto, y lo digo para quien no lo sepa, que soy totalmente ciego. Si, de esos de bastón blanco a los que usted, amable lector, ayuda a cruzar las calles. Con este condicionante la cosa se agrava. A partir de ahí igual me da el estar enfrente de la máscara de Tutankhamon en el museo del Cairo o en frente de una taquillera bigotona del metro de Madrid. Sin embargo, a pesar de esta realidad y aun a riesgo de resultar incongruente, me encanta viajar. Visitar sitios nuevos y buscar aquellos lugares que me ofrezcan nuevas sensaciones. Y dicho esto, continúo con mi periplo vacacional. Usted, lector, seguramente ha realizado un precioso album fotográfico con todo lo que yo decía unas líneas más arriba.  Pues bien, me gustaría apuntar que hay algo en lo que apenas nos fijamos durante nuestros viajes. En las gentes. Recordamos el Taj Majal pero ignoramos al tipo que nos sube las maletas en el hotel. Nos extasiamos ante la Torre Eiffel pero nos olvidamos del morito que nos sirvió una taza de té de manzana en ese rincón perdido de Estambul. Parece lógico. “Tajmajales” hay pocos y camareros muchos. Pero, y aquí entra de nuevo el tema de la ceguera, cuando todo es sonido, todo es tacto, todo es palabra, las cosas cambian y las personas que nos rodean adquieren un significado especial. Mi recuerdo en este post, va dirigido a ellas. Personas como Cosme o José Manuel, camareros del hotel donde nos encontrábamos, que en cuanto me veían aparecer por la discoteca se encargaban de colocarme una cestita de cacahuetes que rellenaban periódicamente según me los iba comiendo. A ellos les debo buena parte de los kilos que me he traído de más tras las vacaciones. Margarita, la camarera de nuestra habitación, se preocupaba de  que,  cada tarde, cuando llegábamos  de la playa, tuviéramos algunos bombones de chocolate sobre nuestras mesillas colaborando también , al incremento graso de mi cuerpo. En este voluntarioso esfuerzo  Isabel y Pedro propietarios  del chiringuito playero donde comíamos unos deliciosos pescados a la espalda acompañados de papitas arrugás con mojo, pan con ali oli y ensalada de lechuga y tomate que no probé para no engordar todavía más. Tina y Fredi los camareros me servían las cervecitas y el ron amarillo Areucas (copa regalo de la casa) y Aymara, una encantadora cubana de ojos azules y sonrisa eterna nos reservaba y preparaba la mesa para que no tuviéramos que esperar para comer en un chiringuito que, por su calidad y precio, siempre estaba a reventar. A ellos, repito, les debo culpar de ese par de kilos, quizás tres, que se han empeñado en alojarse a la altura del cinturón. En la parte contraria tenemos a los chicos de animación del hotel. No me explico el interés que tenían Dorotea (húngara), Kathy (inglesa) que rebosaban sexy por todos sus poros,  Dina, (portuguesa) tan sexy como las anteriores, Mel, la maravillosa cantante española del equipo, Gabriel, un catalán muy salao y Diego de Colombia en que dejara de tomar daiquiris para salir a pegar botes a la pista al ritmo del “danzacururo”.  ¿Qué les había hecho yo? En fin, que quiero, con este post, hacer un homenaje a todas aquellas gentes que se han esforzado para lograr que, una vez más, nuestras vacaciones hayan sido, como siempre lo son , maravillosas. Chicos va por vosotros.

martes, 28 de agosto de 2012

Un Barco Para un Milagro


Dedicado con cariño y un punto de lujuria a @AnacletaPanceta
Había iniciado ese viaje con la intención de olvidar. Olvidar años de discusiones interminables, de eternas peleas donde ella, inevitablemente siempre salía perdiendo. Unas veces el labio partido, otras con un ojo morado y la cara cruzada por un bofetón. Los problemas se incrementaron cuando inició los trámites de divorcio. Una sentencia que no llegaba, órdenes de alejamiento que no se cumplían y la amenaza constante del timbre en la puerta, de la llamada telefónica tras la cual siempre encontraba su voz amenazadora. El viaje en el barco había sido un intento de huída. Disfrutar unas últimas vacaciones para no regresar jamás. Siete días, siete días en los que se había olvidado de él, de las palizas y de todo aquello que le había llevado a embarcarse. Había pedido su liquidación  y había reservado una suite en el crucero en que ahora estaba. Siete días de diversión en los que disfrutó placeres que creía olvidados. Mañana a estas horas el barco habrá llegado, sin mí, -pensó-. Apoyada en la baranda de popa  se fijó en la estela de espuma que se perdía en la noche y que pronto sería su tumba. ¿Cuánto tardaría en caer? Dos, quizás tres segundos. Un golpe seco contra el agua sería un romántico final. Se inclinó hacia adelante y sintió por un instante el vacío en su estómago. Un momento, un segundo antes de que una fuerte presión en sus tobillos interrumpiera su carrera hacia la muerte. Unos brazos fuertes tiraron de ella para devolverla a la seguridad de la cubierta. No quiso mirar a su salvador. Solamente dijo un imperceptible, “Gracias pero no debería haberme salvado”. Entonces él habló y su voz le sonó familiar, tremendamente familiar. “Lo siento”, -le dijo-. “Siento todo lo que te he hecho pasar, todo lo que te he hecho sufrir. Me enteré de tu viaje y te seguí. Nadie sabe que estoy aquí. He pensado mucho viéndote reír, viéndote sentirte joven y feliz. A partir de ahora, tu vida va a ser distinta. Te lo juro”.
Ella sintió sobre sus labios el cálido beso de él. Hacía años que no la besaba así y supo que, efectivamente, le estaba diciendo la verdad. Su vida iba a cambiar desde ese mismo instante. Le miró a los ojos, apoyado sobre la baranda reconoció que era un hombre apuesto y atractivo. Se acercó a él nuevamente y colocó las manos sobre sus hombros. Solamente le hizo falta un fuerte empujón. Le oyó gritar y vio su cuerpo golpear contra la blanca estela. Miró a su alrededor. Todo seguía igual que antes. No había testigos. Con una sonrisa dibujada en la  cara  regresó a su camarote.

jueves, 16 de agosto de 2012

MALA SUERTE


Una mañana parda y fría, de invierno, como la tarde machadiana, era un buen momento para morir. Aunque fuera suicidándose. Su mala suerte ya había llegado a límites que él mismo era incapaz de comprender. Siempre fue así, desde pequeño. Nunca había ganado nada. En su haber, pérdidas y desgracias que se sucedían de manera continuada. Su cabeza se remontó a cuarenta años atrás. Debía tener siete, quizás ocho años y su padre le había enseñado un sistema infalible para ganar. La cosa parecía fácil. Apostaban un número de cromos a cara o cruz y el que ganaba se llevaba la apuesta. “Mira, le había dicho su padre, el truco está en saber retirarse a tiempo. Tu apuestas, por ejemplo a “cara” y te juegas un cromo. Si ganas, te retiras, si pierdes vuelves a apostar “cara”, pero te juegas dos cromos. Si sale cara te retiras y habrás ganado uno. Si saliese cruz te juegas cuatro. De esta manera, en el momento en que ganes una vez recuperarás todo lo que hasta ese momento hayas perdido y siempre habrás conseguido un cromo de más. Recuérdalo, Es fácil, siempre doblando y retirándote en cuanto ganes la primera vez. ¿Sabes cuántos cromos tienes…?”
Tenía, recordó más de mil cromos y perdió once veces seguidas. Las suficientes como para perder todo el taco de cromos y la confianza en su padre. Todo a un tiempo. Después la cosa continuó en la adolescencia. Como en el examen de selectividad. No había sido nunca un buen estudiante y odiaba la filosofía. Solamente logró aprenderse el primer tema. “La filosofía Presocrática”. Tales de Mileto. Con la experiencia previa ni en sus más extraños sueños hubiera pensado en que ese tema podría salir. Cuando se sentó en el pupitre y le entregaron la hoja de preguntas pensó que su racha había cambiado. El primer tema. Filósofos presocráticos. Lo bordó. Habló de Tales, también de Pitágoras, Parménides  y Heráclito. Sus vidas, obras, pensamientos y relaciones entre ellos y el gran Sócrates. Entregó tres folios completos. El resto del examen, mediocre, como era de esperar pero la buena calificación que obtendría con los presocráticos elevaría la media total lo suficiente como para aprobar sin dificultades. Fue volviendo en el autobús cuando un pensamiento fugaz cruzó por su cabeza. De su garganta salió un grito que sobresaltó a todos los pasajeros: “¡La madre que parió a Parménides! No he puesto el nombre en el examen…” Así había sido y cuando salió el listado con las calificaciones junto a su nombre solamente figuraban unas lacónicas iniciales: “NP”. No Presentado. Ese fue el día en que decidió apuntarse a la milicia obligatoria y marcharse de casa. “Tendré mala suerte y me  tocará en Ceuta”, -pensó-. Fue peor. Destinado a la Armada fue embarcado en un carguero, “El Extremadura”. Dos años de mareos y vómitos continuados pues nunca logró acostumbrarse al cabeceo del barco. Ni siquiera cuando estaba fondeado en puerto o amarrado al muelle.  El mareo, omnipresente, le acompañó incluso en los cortos permisos que le concedieron hasta ser licenciado a los 22 años. Ese mismo día recibió una carta. Era de una chiquita con la que había bailado un par de veces en las ferias del pueblo cuatro meses antes. Él había llegado al pueblo vestido de marinero, como manda la ordenanza. Baile de San Pascual por la tarde y, cosas del uniforme, que le sentaba lo suficientemente bien como para atraer a las mozas,  un revolcón en el pajar del tío Braulio que le quitó la inocencia. A ella no le quitó nada que no le hubieran quitado ya otras muchas veces. Cuando extrajo el papel del sobre sus ojos solamente se fijaron en aquella frase fatídica. “…el niño, o niña, nacerá para marzo. Mi padre y mis cuatro hermanos quieren hablar contigo para solucionar el tema… “ Se casaron un siete de diciembre, por el sindicato de las prisas decían sus amigos. Una boda tan discreta como fue posible considerando el evidente estado de pre maternidad de la novia. Fue un siete de diciembre y el día diez, tres días después ella abortó por culpa de los nervios de la boda, dijo el médico. Total que se había casado para nada. Bueno, para nada no, después de todo se liberó del violento recibimiento que suegro y cuñados le tenían preparado por haber abusado así de la inocencia de la nena. Años de matrimonio que terminaron aquel día en el que, como en una mala novela el había llegado antes del trabajo aquejado de un fuerte dolor de cabeza. Al abrir la puerta allí estaba su mujer, de rodillas apretando con ansia su cara contra la bragueta del repartidor de butano. Contra la bragueta habría sido de haber tenido el hombre los pantalones subidos. Pero allí estaba él butanero, apoyado en la bombona, con los pantalones bajados y cara de gilipollas feliz mientras que su mujer, a medio despelotar le obsequiaba con aquello que ella misma le había negado tantas veces. Entonces comprendió dos cosas. La primera era el motivo de su dolor de cabeza. “Debe ser que los cuernos, al salir, duelen. También comprendió la razón por la que su mujer nunca se preocupaba de las constantes subidas del precio del gas. Terminó dejándole plantado el mismo día en que el casero les decía que, en tres meses deberían abandonar la vivienda que había sido comprada por una multinacional para edificar un gran centro comercial. Pero de esto hacía ya cinco años y desde entonces él ocupaba un humilde apartamento en la primera planta de una vivienda en una calle cualquiera de esa maldita ciudad. Odiaba esa calle y odiaba el camión que cada mañana, a las siete y media descargaba cervezas en el bar de la esquina para luego salir disparado por la calle soltando ruido y humo en la misma medida en que él soltaba maldiciones. Tras doce horas de trabajo como vigilante en un edificio, llegaba a las cinco de la madrugada a su casa, se acostaba y era despertado por el rugir del motor del vehículo cervecero. Luego el sueño nunca volvía a ser igual. También odiaba a la vieja del tercero izquierda y a su maldito perro de lanas que, cada mañana se meaba en su alfombrilla. Y odiaba a los niños del piso de arriba que, cada dos días se bañaban y dejaban escapar el agua de la bañera con la consecuencia de una permanente gotera en su minúsculo comedor. Gotera que además hacía chisporrotear la bombilla sin lámpara que el comedor contaba como única fuente de luz. Esa mañana parda y fría de invierno, era una buena mañana para suicidarse. Tan buena como cualquier otra. Ya lo había intentado el día en que encontró a su mujer con el fontanero. Al regresar a casa ella no estaba. Buscó en el armario del cuarto de baño dispuesto a morir envenenado. Encontró una caja casi entera de paracetamol. También un frasco de Seguril. Leyó el prospecto y las contraindicaciones. Bajada de la presión arterial, insuficiencia cardiaca que podría provocar parada cardio respiratoria, ansiedad, vómitos, lesión hepática y toda una retahíla de problemas médicos. Además el producto había caducado tres años atrás. Si estando en fecha produce todos estos efectos, pensó, ahora que está caducado tiene que ser la leche. Se bebió el frasco, se tomó el paracetamol y dos cajas de pastillas que tomaba su mujer para no preñarse. “Ya le vale, podía haber tomado eso de joven y no ahora.” . También ingirió todo lo que encontró en el botiquín incluyendo medio bote de Mercromina y un bote de bicarbonato. Dejó tres pastillas de vitamina C que supuso no serían buenas para sus propósitos suicidas. El resultado, a corto plazo fue que se pasó toda la noche meando y con cagarrina. Su mala suerte, una vez más, había intervenido y no fue necesaria la presencia de doctores, ni lavados de estómago. Su primer intento de suicidio fracasó dejando como secuela, a largo plazo una hepatitis crónica de etiología desconocida. Es decir, se había jodido el hígado y los médicos ni sabían curarle ni tenían repajolera idea de cuál era la causa de la enfermedad. Pero esta vez las cosas no serían así. Lo había decidido nuevamente esa misma mañana, parda y fría, de invierno, cuando escuchó las noticias a las cinco. Al final el locutor siempre decía el número premiado en el sorteo de la lotería. Siempre abonado al mismo número, desde hacía veinte años. Todas las semanas esperando que, por una vez, su suerte cambiase y que el destino le agraciara con los trescientos mil euros de premio. Nunca, ni un premio mediano. Tan solo, alguna vez un reintegro o un premio menor. Compraba siempre los jueves, el sorteo era el viernes por la tarde y su decepción llegaba cada sábado a las cinco de la mañana. Esa vez había escuchado la noticia tan solo por el morbo. El jueves se encontraba mal y el médico de empresa le autorizó a quedarse en cama ese día. El viernes por la tarde cuando salió a trabajar el despacho de loterías estaba cerrado. Su decepción, su gran decepción fue que, ese día, precisamente ese maldito día el destino había querido agraciar con el primer premio el número que, por una vez no llevaba. Escuchó el número con claridad pero, quizás hubiera sido un error motivado por la obsesión de no haber comprado ese billete por primera vez en mucho tiempo. Esperó hasta las noticias de las seis y luego las de las siete. Efectivamente la mala suerte, el destino, se habían burlado de él una vez más. Sería la última. Una mañana parda y fría de invierno, buena para morir. Esta vez sin errores.
         Sería su venganza. El gas abierto, su cabeza dentro. Una muerte dulce había oído. Dormirse de una vez para siempre. Y además, sonrió, sería su venganza final. Contra los malditos niños, contra la madre que los parió, contra la vieja y su perro. Abriría el gas butano, metería la cabeza en el horno y aspiraría el veneno. Luego el gas seguiría saliendo una vez que hubiera muerto él. Pasarían dos, tres horas. Alguien notaría olor a gas. Entrarían en su casa y al encender la luz del comedor… el inevitable chispazo y todos a la mierda. Casa, perro, vieja, madre y niños. Si moría alguien más le daba igual. Sería tan solo parte del pago que el mundo le debía. Abrió la puerta del horno e introdujo la cabeza. ¡Mierda! Me he metido el mango de la sartén en el ojo. Hay que joderse. Ni esto le sale a uno bien. Será mejor retirar las sartenes y la rejilla de los asados. ¡Joder! ¿Cuánto tiempo hace que no limpio el horno? Huele a aceite requemado. Pero… ¿Cómo es posible que haya que limpiar una cosa que está siempre cerrada y no se usa? Dejó estos pensamientos mientras pasaba un trapo por toda la superficie del interior. Una cosa es suicidarse y la otra hacerlo con la cara pegada al aceite refrito. Después volvió a arrodillarse frente a la cocina para meter nuevamente la cabeza en esa minúscula cámara de gas mortal. Con la mano derecha giró el botón del gas y un peculiar siseo llegó hasta sus oídos. Aspiró profundamente un par de veces y el sueño comenzó a cerrarle los párpados. Debía estar muriéndose porque ya no escuchaba el siseo del gas al salir. Volvió a realizar una inspiración profunda, luego otra y el sueño desapareció. Algo no iba bien. Levantó la cabeza y notó que el techo del horno le golpeaba en la coronilla. ¡Coño! Gritó, vaya leche me he dado. Creo que está saliendo sangre. Me he descalabrao contra este puto horno. Pero… ¿Qué le ha pasado al gas? ¿Por qué ya no sale? Sacó la cabeza para enderezarse. Efectivamente el gas no salía. ¿Era posible que…? Abrió la puerta que guardaba la bombona del gas. La espita estaba abierta y la maldita bombona vacía. Pero… ¿Qué problema tenía el gas butano con él? Buscó la otra bombona. También vacía. La herida de la cabeza seguía sangrando y el ojo se le había puesto morado por culpa del golpe con la sartén. Se iba a suicidar, pensó mientras se miraba en el espejo del retrete y estos detalles eran menores. Buscó otras posibilidades. El corte de venas en la bañera. No, no era posible, No tenía buenos cuchillos y tampoco utilizaba hojas de afeitar. El siempre prefirió la afeitadora eléctrica. Tirarse por la ventana de un primer piso tampoco parecía una buena solución y pensó en el ahorcamiento. Esto ya daría al traste con sus planes de venganza y vieja, niños y perro seguirían viviendo pero terminaría con su eterna mala suerte. Necesitaba un punto donde enganchar la cuerda. Miró el techo del comedor, había un gancho preparado para sujetar la lámpara que nunca hubo. Sería perfecto para sus propósitos. Parecía fuerte, capaz de sujetar su peso y el lugar era accesible. Ahora necesitaba una cuerda. Había oído de presos en la cárcel que se ahorcaban con el cinturón. Se quitó el suyo pero al mirarlo de inmediato se percató de que no era lo suficientemente largo como para atarlo al gancho y encima hacer un nudo corredizo. Tampoco valía. ¿Cómo solucionarían el problema los presos? NO tenía en casa ni una cuerda miserable larga y fuerte como para aguantar su propio peso. Sus pensamientos volvieron al corte de venas y a la afeitadora eléctrica.¡El cable, el cable de la máquina de afeitar. Largo y fuerte. Justo lo que él necesitaba! Sacó el cable del cuarto de baño. Era bastante largo y parecía muy resistente. Colocó una silla debajo del gancho y se subió a ella. En menos de un minuto tenía el cable atado por una parte y un nudo corredizo alrededor de su cuello. Subido a la silla miró por la ventana. Era una mañana parda y fría de invierno. Tan buena o tan mala para morir como cualquier otra. Con sus pies desplazó la silla hacia un lado que cayó dando un golpe y su cuerpo quedó colgando a unos centímetros del suelo. Notó el cable que le ahogaba y la presión sobre su garganta cerrada que le impedía respirar. Tan solo dos minutos de sufrimiento, de asfixia, que le librarían de una eternidad de mala suerte. De pronto sonó el teléfono. “Quien quiera que sea, pensó, que deje su mensaje en el contestador. La angustia por la falta de aire era cada vez mayor. El teléfono sonó. Una, dos tres, cuatro veces y saltó el contestador. Identificó de inmediato la voz de su supervisor que estaba presa de los nervios. ¡Oye, tío! ¡Descuelga el teléfono! ¡Somos millonarios! Ayer vi al lotero y me dijo que no habías recogido tu billete. Ese que compras todas las semanas. Compré el tuyo y compré otro igual para mí. Tío, estoy en el bar de la esquina de tu casa. Te espero allí para darte el número y emborracharnos los dos juntos…
         Dejó de escuchar el mensaje. Estaba nervioso, como un flan. Era millonario y solamente le quedaban unos segundos de vida. Intentó tocar el suelo con los pies pero ni siquiera de puntillas logró hacerlo. Había empujado la silla para evitar arrepentimientos de última hora. Sus pulmones estaban a punto de estallar y el maldito cable le estaba destrozando el cuello. Afortunadamente, la suerte del ahorcado, se dijo, el cable plástico impedía que el nudo corredizo se cerrase correctamente. último esfuerzo. Agarró del cable e intentó un balanceo para lograr agarrar la silla entre sus piés. No lo consiguió y la presión se incrementó. Rezó a Dios, a ese Dios que tantas veces le había negado esa pizca de suerte. Dios aprieta pero ahoga, siempre había sido su refrán predilecto, y Dios, el destino o el diablo, le habían llevado hasta ahí. De pronto el techo, humedecido por el agua de la bañera de los malditos enanos, crujió y la estructura se vino abajo. Cayó al suelo con un golpe seco y notó que el tobillo se le doblaba en la caída pero no llegó a romperse. Un esguince que tardaría tres semanas en curar. De inmediato se quitó el cable del cuello, se retiró trozos de escayola de su cabeza y dio una inspiración profunda que le llenó de aire y vida. En el mismo día la suerte ya le había sonreído dos veces. El cuello le escocía terriblemente pero tampoco le importaba demasiado. Apretó el botón del contestador esperando que todo no hubiera sido un sueño producto de la agonía. Escuchhó nuevamente el mensaje que le confirmó lo que ya sabía. No, no había sido una ilusión. El mensaje y su contenido eran reales. Se terminó de quitar, mientras bajaba corriendo y gritando por la escalera los restos de escayola. ¡Soy rico! ¡Soy rico! ¡Que se joda el mundo y la mala suerte! ¡Soy rico…!
         Abrió la puerta de la calle. El bar distaba unos doscientos metros de allí. En la esquina de enfrente. Cruzó la calle corriendo y solamente pudo escuchar un fuerte frenazo. Apenas sintió el golpe contra su cuerpo del camión de cervezas que acababa de dejar su carga, como cada mañana en el mismo bar de siempre. Una mañana parda y fría de invierno, es tan buen o mal momento para morir atropellado como cualquier otro día.