lunes, 28 de diciembre de 2015

28 de diciembre 2015

Estimado:
Si estás en esta página... Bienvenido seas, mi querido inocente. Y ya que estás aquí, podrías seguir leyendo alguno de los post que tengo escritos. Gracias.

viernes, 24 de abril de 2015

23 de abril, Día del Libro y Comando Libro


Érase una vez un día… y un libro y, como no podría ser de otra manera, hablamos del 23 de abril, día dedicado al libro porque en esa fecha, corría el año 1616, murieron don Miguel de Cervantes y don William Shakespeare. Murieron los dos en esa fecha pero no en el mismo día porque unos años antes, el papa Gregorio XII había modificado el desfasado calendario Juliano y lo que antes era 23 de abril pasó a ser 3 de mayo. Como los británicos para este tipo de medidas van un poco a contramano, no adoptaron el calendario gregoriano hasta casi 150 años después con lo que el 23 de abril inglés se traducía al castellano por la fecha mencionada del 3 de mayo. En fin, algo similar a lo que sucede ahora cada vez que iniciamos primavera y otoño con el cambio de hora. Pero aquí no hemos venido a hablar de eso sino de libros, de editoriales  y de autores, pues, sea una fecha o sea otra, el 23 de abril para aquellos que nos dedicamos a juntar letras, tiene un significado especial.

Todo comenzó a las 12.30 del mediodía. Alex Von Karma nos había preparado a Victoria y a mí un encuentro con los chavales del instituto Francisco Ayala para hablar de nuestras obras en particular, de literatura en general y de todo lo que quisieran preguntar los chicos como valor añadido. Les contamos cosas, les hicimos leer en braille e, incluso, algunos osados, se atrevieron a dar un paseo por el aula llevando los ojos vendados y con la única ayuda del bastón blanco que tan útil nos resulta a los ciegos. Rafael, profesor de literatura del centro también fue invitado a realizar dicho recorrido y entre las sonrisas francas de sus alumnos, alguna cartera puesta en su recorrido y algunos, pocos, despistes, logró finalizar la prueba. Su esfuerzo se vio finalmente reconocido por los propios alumnos que le dedicaron una buena salva de aplausos. Cordialidad, buen humor, sonrisas e incluso algún momento de emoción con lagrimitas de por medio fue el mejor premio que Victoria y yo pudimos recibir por parte de los chavales del IES Ayala. Una mención especial para Rafael Salama, su profesor, por el buen comportamiento de los chicos y la excelente recepción que tuvimos. Lo dicho. Si nos vuelven a invitar, prometemos volver.

Y llegaron las siete y media de la tarde. Las gentes de ViveLibro nos habían citado a esa hora en el café Libertad, calle Libertad, 8, para dar comienzo a las actividades del Comando Libro. Muchos de los que nos vieron, podrían haber llegado a la conclusión de que nuestra idea era la de hacer una cata cervecera en todos los baretos del madrileño barrio de Chueca. Pero no. Nuestra idea, no sé si la principal, era otra. Armados con nuestros escritos, con nuestra simpatía y labia proverbial, iríamos atracando culturalmente a los parroquianos que encontrásemos durante nuestro recorrido. Entrar a un bar, acercarnos a una terraza, y regalar libros a todos aquellos que fueran capaces de demostrar que eran amantes de la lectura. Para ello solamente tendrían que enseñarnos que llevaban encima algún libro, en formato papel clásico o digital, fuera cual fuera el asunto y esto nos llevó a regalar un ejemplar a alguien que nos enseñó un manual titulado aprende italiano. El fuego lo rompimos en el propio Café Libertad donde el camarero que nos atendió pudo demostrar su afición a la lectura enseñándonos el ejemplar del libro que estaba leyendo. En esos momentos el Comando Libro lo formábamos Nacho, Chema, Raquel, Nieves, Elena, Feiny, Teresa y Manuel, o lo que viene a ser lo mismo, un servidor de ustedes. La soldada Nidia y el cabo furriel Carlos, salían en aquellos momentos de su acuartelamiento Valdemorillesco para aportar refuerzos pues la acción se presumía peligrosa y con enorme riesgo para nuestra funcionalidad hepática y mi régimen de adelgazamiento bikinero  que tuve que sacrificar en pro de la cultura. Por cortesía no nombraremos a algunos cobardes desertores, que también los hubo, que una vez alistados hicieron, permítaseme la expresión castiza,  mutis por el foro o lo que viene a ser, un plantón en toa regla. Nuestro arsenal de armas literarias lo formaban: “Comunicar discapacidad en la red: Invidente pero visible”, “Cartas a papá”,  “La mirada del alba”, “Los cuadernos de Eva” y finalmente “Esa tal Ducinea” como arma de destrucción masiva. El comandante Nacho, cargaba, no sin esfuerzo ni sin protestas por su parte, una santabárbara mochilera, para completar el armamento que pronto se vería implementado con “Bajo mi piel” de la, todavía ausente, soldada Represa. Nada más salir del café Libertad el carácter y arrojo de la tropa se vio representado en dos tácticas distintas de combate. La primera, representada por la soldada Feiny, el gatillo más rápido del oeste, que disparaba sus ejemplares a todo lo que se moviese. Fuera humano o fuera bestia. Fueran hembras o varones, fueran borrachos o sobrios, vírgenes o pelandruscas, frailes o seglares, la crueldad e inmisericordia de dicha soldada no dejaba escapar sin un ejemplar de “Cartas a papá” a ningún infortunado que se cruzase en su camino. La táctica opuesta por la cabo chusquera Barambio, que parecía dispuesta a no soltar ni un solo bombazo de “Los cuadernos de Eva” a no ser que el botín recaudado con esta acción superase el esfuerzo armamentístico. Entre ambas posturas extremas, nos hallábamos el resto de componentes del comando que no dudábamos en disparar cuando lo considerábamos necesario reservando balas para ataques posteriores.

El primer objetivo lo marcó el teniente Nieto. A corta distancia de nuestro emplazamiento se hallaba, en pleno mercado de san Antón, el restaurante “La cocina de san Antón”. Una bonita terraza, con gente guapa aficionada a la buena mesa y, como suponíamos que la cocina tiene tanto de arte como la literatura pensamos que era un buen momento para empezar a disparar allí nuestros libros. Nuestra buena intención quedó evidenciada cuando pedimos al responsable de la terraza autorización para  llevar a cabo nuestra acción cultural. Le explicamos que pasearíamos entre las mesas repartiendo libros a los clientes del restaurante. Pues bien, el caballero responsable de dicha terraza se negó en redondo a ello bajo el argumento de que sus jefes no lo permitían. Pedimos permiso para mantener una corta entrevista con su oficialidad y el permiso nos fue denegado invitándonos cortésmente a dejar libre la terraza de escritores y de esa cosa tan poco comestible como muy molesta que son los libros. Sí que le advertimos de que su heroica acción sería reflejada convenientemente en nuestro parte de guerra. La literatura y el día del libro no tienen cabida en el restaurante  “La cocina de san Antón”.  Quizás esto no sea cierto del todo porque, cuando iniciábamos nuestra retirada táctica, los clientes de una de las mesas que habían asistido en silencio a nuestra conferencia con el mencionado responsable, se acercaron al comando, sonrieron, nos enseñaron un par de libros,  y de inmediato fueron obsequiados con otros tantos ejemplares convenientemente firmados y dedicados por los autores. Después de todo, ellos refrendaron nuestro pensamiento inicial del que hablaba antes. Ese que decía que cocina, arte y literatura son tres buenas patas para el banco de nuestra salud.

En toda acción militar, lo más duro, y eso lo sabemos los profesionales de la guerra, es la lucha urbana. ¿Qué mejor sitio para llevarla a cabo que la mismísima plaza de Chueca? La acción fue clasificada como de “alto riesgo” por el comandante Nacho que, para infundir valor a la tropa consideró que la cerveza podría ser un buen estimulante. ¡Marchando una de cervezas! En esta ocasión el suministro corrió a cargo de la soldada sin graduación Feiny que demostró saber soltar euros con el mismo arrojo con el que disparaba libros. Ya en las terrazas y aprovechando un grupo de músicos callejeros que entonaban el muy antimilitaresco tango “Silencio en la noche”, Teresa y yo iniciamos una maniobra de distracción bailando al ritmo de la música marcando ochos, caídas y firuletes mientras el resto del grupo luchaba encarnizadamente cuerpo a cuerpo con todos los allí presentes. Helena y Feiny disparando y Barambio en la trinchera. Como acaecido bélico destacar un episodio de la primera que se acercó a una mesa en la que una señora leía un libro. Helena le explicó que esta acción iba a ser premiada con un ejemplar de “La mirada del Alba”. La lectora se negó a ello pero no contaba con la tenacidad de la escritora. ¡Señora que es gratis! —insistió— y la otra que no y Helena que sí. Al final, la pobre mujer abrumada no tuvo más remedio que rendir la plaza ante el férreo acoso. Su capitulación se resumió cuando dijo: “Está bien pero recuerde que hoy es el día del Libro y me tiene que hacer un 10% de descuento. Este desconfiado pensamiento resume bien el comportamiento de muchas de las mesas que visitábamos que venían a pensar que, tras el regalo literario vendría algún tipo de petición económica. Después, cuando se percataban de que nuestra crueldad milicoliteraria era sin ánimo de lucro, rendían con una sonrisa las armas prometiéndonos escribir sinceras reseñas sobre los libros recibidos. Pero la noche no había acabado. Nuestro departamento de comunicaciones volvió a contactar con la soldada Represa y su cabo chófer conductor.  La brújula del blindado no debía funcionar demasiado bien porque, equivocados en su ruta desde el acuartelamiento de Valdemorillo, dijeron estar en una carretera con un cartel delante que indicaba “a Cacabelos 10 km”. Deberían pues rehacer su ruta para incorporarse, sin más demora, a la zona de combate. El objetivo fue el  bar  “La Senda de Xiquena” situado en la calle Prim. Una aguerrida camarera rindió la plaza en forma de un par de rondas cerveceras, acompañadas de vituallas aperitivescas. Pero la victoria no fue fácil. El fuego era encarnizado, los hígados se rendían ante el extracto de lúpulo y, cuando la batalla empezaba a darse por perdida surgió el milagro. A la voz de “dejádmelos que me los cargo a tos”, la soldada Barambio, armada con “Los cuadernos de Eva”, salió de la trinchera en la que se había guarnecido hasta entonces. Disparó el libro a la camarera. Tenía el armamento prácticamente intacto salvo por un intercambio de fuego amigo con la soldada Helena que respondió al ataque lanzando una granada de “La mirada del alba”. Fue en la Senda de Xiquena cuando finalmente nos localizaron Carlos y Nidia que, tras varios intentos infructuosos de localizar al resto del grupo que les llevaron a recorrer desde su salida de Cacabelos las localidades de Méntrida, Fuentes de Oñoro, Perales de Tajuña, La Carolina para finalmente, haciendo un descanso en Ronda, llegar hasta el área de combate. Una cosa está clara. Un señor puede ser muy simpático, saber mucho de redes sociales, ser un magnífico abogado y no tener ni puta idea de cómo se maneja un GPS. Sea como fuere, Nidia empezó  de inmediato a compensar la falta de orientación de Carlos haciendo gala de valor disparando ejemplares de “Bajo mi piel”, ayudando también a la rendición del objetivo. Una sonrisa de la camarera y una nueva ronda cervecera, regalo de la casa, fueron las medallas que desde entonces llevarán orgullosas la soldada Barambio, propuesta por aclamación para un ascenso por su acción, y la soldada Represa que llegó tarde pero segura y, como dice el refrán que “más vale tarde que nunca”, la oficialidad de ViveLibro, no hará constar en  el expediente de la soldada la demora en llegar a la zona de combate.

Pero ni el día había finalizado ni la batalla estaba ganada. El siguiente objetivo era de una importancia vital. Uno de los centros literarios más importantes de Madrid. Un lugar reunión de literatos, poetas. Un lugar donde la CULTURA, así con mayúsculas,  tiene su máxima expresión. El centenario  “Café Gijón”, en el muy madrileñísimo y casticísimo paseo del Prado. Nuestras armas apuntaron hacia allá y previendo una resistencia cruel, mandamos al espía Carlos para que informase de las posibilidades de éxito del ataque. A su regreso, el espía que, por pura casualidad no se había perdido, informó de que el éxito estaba asegurado. “La plaza es suya, le había dicho el responsable del lugar. “Hagan ustedes lo que quieran que están en su casa” — ¿Oído señores de “La Cocina de san Antón”? ¡A ver si aprenden que los libros son cultura, no molestias!

En el Café Gijón nos esperaban dos sorpresas. Una buena y la otra mala. La primera es que estaban allí los chicos de Telemadrid, recogiendo la actividad literaria de la Noche de las Letras. Enterados de la existencia del Comando Libro, consideraron que era una noticia digna para emitir en sus informativos. Entrevistas, preguntas, e interés total por parte de los chicos de la prensa. Como sorpresa negativa fue que el lugar ya había sido ocupado por los que pensábamos que eran compañeros de batalla. Un grupo de poetas se había citado allí para dar un recital. Como no queríamos interrumpir a nuestros compañeros poéticos, le pedimos permiso para durante un minuto, explicar lo que estábamos haciendo. Un tipo avinagrado con cara de ajo a medio freír, nos dijo que leches, que el acto era suyo y que ni un minuto ni medio. Que cuando acabasen, en una hora o quizás dos, (sic) podríamos explicar nuestro plan. En fin, amigo poeta, que usted y los suyos disfruten de la poesía. De paso les recomiendo, en “La cocina de san Antón” tienen un camarero tan simpático como ustedes. Vayan a conocerlo.

Puesto que, como acabo de contar  no podíamos llevar a cabo una guerra civil literaria, decidimos salir a la terraza del Gijón. Previamente la acción se había internacionalizado puesto que entre las bajas enemigas ya había, además de españoles, dominicanos, ecuatorianos e incluso algún belga a quien rompimos sin piedad la literaria línea Maginot. Un comando enemigo de turistas venezolanos descansaban tras sus compras del día Y nos enseñaron lo comprado. ¡Libros de Eduardo Mendoza! Para rendirlos no tuve más remedio que contraatacar con un ejemplar de “Esa tal Dulcinea”. Un inciso. Rajoy y maduro pueden estar a gorrazos pero los venezolanos y los españoles nada que ver con eso. Apretones de manos, buenos deseos, sonrisas, besos y una promesa de comentar en este blog las opiniones sobre los libros recibidos, fueron el valioso botín de guerra obtenido. Pero por si la guerra no se había internacionalizado bastante, decidimos que México sería un buen lugar para terminar… la guerra y el día. A paso ligero, nos encaminamos hasta el restaurante “Sabor a mí” en la calle Augusto Figueroa, 41. Coronitas, Pacífico, nachos y tacos se encargaron de terminar de joderme la bajada de peso que tenía prevista para la semana. Habrá que recuperar luego a base de lechuga, espinacas y ¡puag! brócoli. Pero el sacrificio no fue en vano. A la una de la mañana, ya del 24 de abril, algunas mesas seguían ocupadas por lectores impenitentes. Como también nos quedaba munición, Chema las bombardeó con “Comunicar discapacidad en la red: Invidente pero visible”. (Manda carallo con el titulito). Ahí hicimos algunas prisioneras cuyos nombres y fotografías, constan al final de este parte de guerra. La sargenta Raquel, de intendencia, nos enseñó un proyecto de identificación diseñado por ella misma pero que no pudo concluir por premuras en la preparación bélica del evento. Será para el año que viene.

 

Y como decía alguien:

 

““En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército de la incultura, las tropas del Comando Libro han alcanzado sus últimos objetivos literarios. La guerra, y este parte,  han terminado. (o algo así).

 

Manuel Enríquez

domingo, 15 de marzo de 2015

Relato


A J.M. Mulet. Su obra “Medicina sin engaños” me ha servido de inspiración a la hora de escribir este cuento.  O sea que ahora, además de profesor, investigador, divulgador y ariete contra supersticiones, también es musa.
DE LA AVARICIA Y EL VINO

Como casi todas las mañanas, antes de que el sol saliera, Venancio respiró tranquilo al comprobar que el cierre de su negocio seguía tal y como él lo había dejado la noche anterior.  Eso le tranquilizó. No sería la primera vez, más por culpa de los hijo putas que de la crisis, que la persiana metálica hubiera sido forzada  para vaciar el cajetín de las dos máquinas tragaperras, reventar la caja registradora y arramplar con las botellas más caras. Después la inevitable llamada a la policía, examen y valoración de los daños, denuncia en comisaría y parte a la compañía del seguro añadiendo unidades al número de botellas robadas, decenas a la cantidad de dinero que tenía la registradora y centenas a las pérdidas estimadas por la reparación de daños y beneficios no devengados. Luego vendría la discusión con el perito.

—¿Siempre guarda tanto dinero en la caja?—le había dicho en su última peritación—. Así no es extraño que le roben tan a menudo. Este es el tercer parte que nos presenta en los dos últimos años.

—¿Y qué quiere que haga? —había respondido encogiéndose de hombros—. Será mejor que me atraquen por la noche en el camino a mi casa. Ya ve usted como está el barrio. Pagamos impuestos para que luego no haya ni un policía que nos proteja. Solamente inmigrantes, putas y ladrones. Y así nos va. ¿Ve? —Le había dicho señalando uno de los expositores de la barra—. Los cabrones no se han conformado con robar. Esto también lo han roto ellos.

—¿No es este el mismo que le rompieron también la última vez que le atracaron? —contestó el del seguro con cierto deje de suspicacia en su voz.

—No recuerdo —Venancio se encogió de hombros—. Quizás sería alguno parecido...

Pero esa mañana el cierre seguía en su lugar y  las tragaperras  al encenderse le dieron los buenos días con sus voces de sirena llamando al arrecife a navegantes ludópatas. Los sonidos del amanecer continuaban con la descarga de los pedidos realizados el día anterior, con el monótono ronronear de los arcones de frío ya repletos de botellas, con el siseo de la plancha al calentarse y con el primer aullido de vapor procedente de la máquina de café. Esa parecía ser la señal para la llegada del quiosquero que vendía periódicos en la misma calle. “Café con leche y churros con chupito aguardiente pa matar el gusanillo”. Después sería Mariano, el taxista, Paca, la cuponera de la ONCE y Lucía, la argentina que regentaba el herbolario.

—Servime —le decía con su acento patagónico— un Nescafé de máquina corto de café, con leche descremada templada y en tasa mediana... ¿Verdá que como sos lindo no te va a importá que coma aquí mis propias gayetas? Son ricas en fibra y bajas en colesterol con semillas de lino que…

Venancio nunca escuchaba la explicación sobre las propiedades de las semillas del lino. Ni falta que le hacía. Como buen autónomo disfrutaba de la salud necesaria para abrir su pequeño bar cada mañana desde hacía más de quince años sin contar con la ayuda suplementaria de medicamentos, ya fueran éstos de botica clásica o de parafarmacia moderna. La argentina volvería a la hora de comer y pediría un vaso de vino. Luego vendría otro y otro más. La tapa que acompañaba a cada vaso sería su único almuerzo y ella dormiría la mona en la trastienda del herbolario antes de iniciar el horario de tarde. Acompañado de sus pensamientos distribuyó los seis taburetes a lo largo de la barra antes de pasar la “Spontex” sobre la superficie de ésta. Fue el frío de la calle al entrar por la puerta abierta el que le avisó de la entrada del primer parroquiano. Le identificó de inmediato. Se trataba de Sergio, un representante de la empresa que le suministraba los vinos que se servían en el establecimiento. Caldos de la tierra de una calidad más que acorde con su bajo precio. Pero a los 80 céntimos que costaba una copa con la tapa correspondiente, Venancio tampoco se podía permitir demasiadas alegrías.

—Buenos días Venancio —dijo el recién llegado con una sonrisa—. ¿Me pones un café?

Él  lo sabía por experiencia. Todos los representantes eran iguales. Pedían una consumición que luego nunca pagaban. Era como si su condición de proveedores les concediese algún tipo de dispensa que les eximiese de pagar sus desayunos. Y él no estaba allí para servir cafés de balde.

—Tengo la cafetera apagada y sin cargar —dijo como respuesta y saludo—. Hoy vienes muy temprano.

Los ojos del representante se dirigieron hacia el testigo encendido de la máquina exprés y su mirada no pasó inadvertida al camarero que desvió la vista para continuar con la limpieza del mostrador.  El recién llegado abrió un pequeño portafolios sacando de él un manoseado catálogo y una hoja de precios que entregó al propietario del local.

—Son las tarifas para este año —explicó—. Las condiciones ya las sabes: para pedidos pequeños el pago es al contado y la entrega es una vez a la semana. El repartidor pasa los martes por esta zona pero ya sabes que, en caso de una urgencia, cargaría las cajas en el coche y podría acercarte yo mismo las botellas.  También hay una bonificación. Si pides cinco cajas te regalamos otra igual sea del vino que sea y…

—Los precios —interrumpió Venancio—. Parece que han subido y no poco, desde tu última visita.

El representante pareció no escuchar y siguió con su retahíla.

—…Y si pides 8 cajas te bonificamos con dos. O sea, un veinticinco por ciento de descuento…  Ahora tenemos una oferta. ¿Sabes? La bodega quiere introducir los vinos nuevos y  si pides…

—¡No me jodas, Sergio! —volvió a interrumpir Venancio—. Mira, tengo aquí el último listado que me trajiste y la diferencia mínima es de seis euracos por caja. ¿Te parece normal?

En esa ocasión el representante no pudo por menos que interrumpir su explicación. Enseñó las palmas de las manos en un gesto de aceptación de lo inevitable.

—Ya sabes lo que pasa, compañero. Los jodidos impuestos que no dejan títere con cabeza. Ha subido el IVA y también la tasa sobre bebidas alcohólicas y el jefe, para no perder clientela ha decidido asumir parte del gasto a costa de nuestras comisiones. De todas formas seguimos siendo los vinos más baratos del mercado. Si no quieres pagar impuestos vende agua en vez de vino y gaseosa en lugar de cerveza.

La salida del vapor de la cafetera y la inmediata entrada del quiosquero interrumpieron la conversación. Sergio estuvo tentado de pedir nuevamente un café pero ni el horno estaba para bollos ni el humor del tabernero parecían aconsejarlo.

—Miraré los precios y te llamo a mediodía. Ahora tengo que atender al caballero —miró al recién llegado—. Buenos días, Marcelino. ¿Qué se te ofrece?

—Café con churros y un chupito aguardiente pa matar el gusanillo.

Pero…

Venancio no lo escuchó. En su cabeza  resonaban las últimas palabras que había dicho el representante antes de abandonar el local. “Si no quieres pagar impuestos, vende agua”.

A mediodía el bar entraba en esa parte del día a la que los economistas llaman horas valle. Es decir, que nunca había ni dios. Miró la botella de vino que reposaba sobre una de las repisas. La había abierto esa misma mañana para servir un par de copas y la frase del representante volvió a su cabeza: “Si no quieres pagar impuestos, vende agua…”  Quizás nadie se daría cuenta. Después de todo, el mismísimo Jesucristo en las bodas de alguien, también había convertido el agua en vino. Más o menos eso era lo que él pensaba hacer. Una vez asumido de que el Vaticano aprobaría este comportamiento, sus temores se disiparon. Sin pensarlo más, agarró la botella, quitó el corcho y acercó el gollete al grifo. Al instante la botella volvió a estar tan llena como antes de abrirla. La agitó con fuerza para mezclar sus componentes y volvió a dejarla en su lugar. Un instante después, Lucía, la argentina del herbolario, entraba en el local.

—Servime un vinito, Venancio. De tapa me ponés un pinchito de tortiya.

La mano del camarero se dirigió hacia la botella que acababa de bautizar pero de inmediato cambió de opinión. Ella era una clienta habitual y se daría cuenta inmediatamente del fraude. Abrió una nueva botella y le sirvió la primera copa junto al pincho de tortilla. Para la segunda volvió a utilizar la misma botella. La tercera copa que sirvió fue de vino adulterado y en el momento de hacerlo, maldijo su mala cabeza: La tonalidad tinta habitual había pasado a convertirse en un rosado oscuro. Si el sistema funcionaba se prometió investigar con algún colorante alimentario que devolviera al vino su color habitual. De todas formas, la mirada turbia de la mujer y la mala iluminación del local colaboraban en disimular el problema. Acompañó esta última copa con una tapa de ensaladilla que sirvió mirando con un ojo la bandeja y con el otro la cara de la mujer que parecía haberse dado cuenta del engaño. Miraba el vino al trasluz, lo agitaba moviendo la copa haciendo círculos en el aire y acercándosela a la nariz para aspirar el olor de su contenido. Apuró de un trago el último sorbo haciendo un par de buches antes de tragarlo. Venancio trató de disimular sus nervios colocando la bandeja de la ensaladilla rusa en el expositor de frío.

—¿Te sirvo otro vino?

Ella pareció dudar unos instantes.

—Por favor —dijo y confirmó sus palabras con un asentimiento de cabeza—. Pero no me pongás…

El instante se le hizo eterno al camarero que dirigió su mano hacia la botella buena.

—---No me pongás de esa. Mejor servime del otro, del que parece más claro. ¿Sabés? La última copa me ha paresido delisiosa. Nada que ver con el vino que servís siempre.

Venancio dudó. Quizás no hubiera comprendido bien y agarró el cuello de la botella sin aguar.

—¡No! ¿Es que no me habés escuchado? Quiero otra copa pero que sea de la segunda boteya. Cobrámelo más caro si ese es el problema pero no voy a tomar otro vino que no sea el de antes.

—Un caldo recomendado por la dama tendré yo que probarlo. Por favor, Sírvame a mí otra copa.

Venancio se giró sobresaltado en la dirección de la que procedía la voz. El nuevo cliente debería haber entrado un instante antes y él no se había dado cuenta.

No conocía al recién llegado. Desde luego no era un cliente habitual. La mujer miró a los dos sonriendo y el camarero se percató de que la turbidez había desaparecido de sus ojos. Puso dos copas en el mostrador acompañadas nuevamente de sendas tapas de ensaladilla y se preguntó si el sabor de la mayonesa del día anterior mezclado con el vino aguado tendría alguna relación con el misterio. En cualquier caso ambas tapas quedaron intactas sobre el mostrador mientras que hombre y mujer comentaban las numerosas virtudes del tinto desvirtuado. Venancio sirvió otros dos tragos y de inmediato se percató de que no habría posibilidad de servir nuevas copas. La botella apenas tenía un dedo de contenido en su interior. Sus temores resultaron finalmente infundados cuando sus dos clientes pidieron la cuenta que pagaron sin decir un “pero” al incremento de precio de cada trago y abandonaron el local. Una vez solo, Venancio se sirvió una copa de la misma botella y concluyó que el sabor a vino aguado era tan evidente que no podía comprender que ninguno de los dos se hubiera percatado de ello. La argentina volvería al día siguiente y, seguramente pediría la misma consumición.  Estaba a punto de cerrar y no había clientes. No quería correr riesgos y pasó con dos botellas a medio llenar a la cocina. Completó con agua el contenido de la primera y cuando se disponía a hacer lo propio con la segunda, unas voces procedentes del exterior llamaron su atención. Asomó la cabeza a través de la cortinilla que separaba las dos estancias. ¿Sería posible? La argentina estaba allí con algunas personas más, que charlaban animadamente. Venancio saludó rápidamente antes de volver a cocinas. Sin andarse con tantas contemplaciones, rellenó la segunda botella que todavía contenía menos vino que la primera. Las cerró con sendos corchos recolocando las cápsulas de plástico que tenían como misión garantizar que la botella no había sido abierta. Un instante después varias copas de vino adulterado hacían las delicias de sus inesperados clientes. Pero fue la segunda botella, todavía con más agua, la que más halagos recibió.

A partir de ese día, las botellas de Venancio contenían cada vez más agua y menos vino. Tampoco resultó necesario añadir ningún tipo de colorante que disimulase el fraude. La gente parecía no enterarse, consumían cada vez más y el precio de las copas hubiera resultado excesivo incluso para un vino francés gran reserva. El minúsculo establecimiento parecía no dar más de sí ante la avalancha de clientes que cada día cruzaban sus puertas y su propietario ya hacía algunas semanas que había dejado de preguntarse dónde radicaría el misterio de tanto éxito. Cada noche, después de cerrar, rellenaba con agua las botellas que apenas contenían un culín de vino. Después las agitaba, recolocando tapones y cápsulas antes de guardarlas en el almacén. Ya no tenía necesidad de adquirir otras bebidas alcohólicas de alta graduación, ni siquiera tenía refrescos y tampoco servía los tradicionales desayunos. Quienes entraban en el bar lo hacían para lo mismo: Para tomarse varias copas de ese delicioso néctar cuyas propiedades y fama se incrementaban día a día. Los asiduos del local comenzaron a decir que esa bebida contaba con propiedades médicas cuasi milagrosas. Alguien salió en un conocido programa televisivo diciendo que, desde que acudía al bar de Venancio,  le había descendido el colesterol y su opinión se vio refrendada por un segundo entrevistado que afirmó que había sido desahuciado por los médicos a causa de un cáncer que, había combatido consumiendo dos botellas del vino mágico. La fama del bar no pasó inadvertida. Ni para el público ni para proveedores ni tampoco para el consistorio de la ciudad que decidió que un establecimiento tan boyante debería ser un buen lugar para mejorar sus menguadas arcas. El primer intento consistió en montar dotaciones de agentes en las calles aledañas. Los controles antialcohólicos que realizaban dichas patrullas no consiguieron resultado alguno para desazón del concejal de movilidad que confiaba haber encontrado un filón recaudatorio. El de hacienda no obtuvo mejores resultados. El local tributaba por módulos en relación a la superficie y al gasto energético del mismo. Venancio había disminuido al mínimo imprescindible  la potencia eléctrica contratada. Después de todo había dejado de utilizar la plancha, la cafetera eléctrica y las cámaras de frío. Fue el concejal de sanidad quien aportó la solución definitiva y una semana después dos inspectores municipales investigaban el local. Las burdas manipulaciones de las  botellas y sobre todo el análisis de su contenido que dejaba bien a las claras que lo que debía ser un vino malo, pero vino, solamente era agua buena, pero agua. El Ayuntamiento, tan poco eficiente a la hora de gestionar los problemas ciudadanos, ejecutó con efectividad germánica los trámites de cierre de seis meses y la correspondiente sanción al local. Con lo que ni alcalde ni concejales habían contado fue con la movilización mediática y ciudadana. Desde alcohólicos rehabilitados hasta enfermos  milagrosamente sanados pasando por un variopinto muestrario de especímenes humanos, comenzaron a manifestarse en las puertas del bar, en las del ayuntamiento, en las de algunas multinacionales farmacéuticas culpadas de confabular contra el modesto restaurador. Finalmente el propio alcalde tuvo que intervenir en un programa televisivo de máxima audiencia para explicar los motivos que habían conducido al cierre del bar.

Venancio vio el programa encerrado en su casa acompañado de una fuerte depresión. Cuando apagó el televisor dio la batalla por perdida. No tenía dudas de que cuando volviera a abrir, seis meses después, la moda habría pasado y se vería obligado a volver a servir desayunos con churros y tostadas con mantequilla. Casi llorando se puso el pijama. Fue cuando se iba a sentar sobre el retrete cuando escuchó el telefonillo de su casa. “Alguna equivocación” —pensó— y se dispuso a continuar con su intención primera. El telefonillo volvió a sonar.

—¿Sí? —contestó al auricular seguro de que solamente se trataba de una equivocación —. ¿Quién es?

—¿Venancio? —La voz le sonó extrañamente familiar—. ¿Podés abrime? Soy yo, Lucía, la mina del herbolario. Quisiera platicar con vos porque tengo algo que proponeros. ¿Me abrís?

De manera casi mecánica, Venancio pulsó el botón de apertura. De inmediato se dio cuenta de que estaba en pijama y apenas tuvo tiempo de vestirse con un pantalón y la primera camisa que encontró. Abrió la ventana con la esperanza de que el aire de la noche se llevara el olor a tabaco pero no tuvo tiempo de recoger los restos de patatas fritas y la botella de ginebra que le habían acompañado durante la emisión del programa. Un instante después la mujer, de pie en el comedor,  hablaba sin parar explicándole las razones de su visita.

—¿Lográs entenderlo? Yo lo vi claro en cuanto escuché hablar al político hace un ratito. Vos tenés un poder innato. ¿Sabés lo que es la homeopatía?

Él no lo sabía y negó con la cabeza. Ella tomó asiento antes de volver a hablar.

—“Similia similibus curantor” ¿Entendés? Lo dijo Samuel Hahnemann hace más de doscientos años. Lo similar cura lo similar. Sin vos saberlo tenés esas manos mágicas capases de convertir una mescla de agua y vino en un poderoso medicamento sanador. Quizás lo hagás de manera intuitiva pero el poder, estate seguro, ese poder lo tenés. De ahí que unas gotas de vino en el agua concentren todo el sabor de las uvas, toda la energía de la tierra en la que crecieron, todo el poder del sol que las nutrió: Aire, agua, tierra y fuego enserrados en una miserable boteya de vidrio en una mescla maraviyosa a la que vos habéis añadido el alma. Lo dijo el dostor Hahnemann. “A mayor dilusión mayor poder sanador de la mescla”. ¿Entendés? —la voz acelerada de la mujer apenas hacía comprensible lo que ella decía—. El mundo os estará agradesido por vuestro aporte al bienestar de la espesie humana.

Venancio negó con la cabeza.

—No sé. Quizás tengas razón pero ahora es demasiado tarde. El bar ha sido clausurado durante seis meses y si los inspectores vuelven a denunciarme, el cierre será definitivo.

——¡El bar! —dijo la argentina con aire exasperado— ¿Quién está pensando en el maldito bar? Mirá, os propongo un acuerdo. Dejá ese boliche que solamente da mucho laburo y poca guita y elaborá para mi establecimiento ese maraviyoso elixir sanador. ¿Sabés? Para eso no necesitás permisos, ni lisensias. Todo es natural, produsto ecológico. ¿Quién va a dudar de algo que nos ofrece en su generosidad la Pachamama? Vos fabricás el medicamento, yo lo etiqueto y lo vendo bajo mi propia marca a un presio diez veces más alto del que cobrás ahora por los tragos. En la etiqueta pondremos algo del tipo “Compuesto homeopático natural de extracto fermentado diluido de Vitis vinífera”.

 

Venancio miró la última caja que tenía previsto entregar esa misma tarde. Acercó al grifo la botella, prácticamente llena, que tenía en sus manos. Sería la que completase la docena. Abrió el grifo y la desilusión se pintó en su cara.

—¡Joder! —gritó—. ¡Han cortado el agua!  La caja incompleta y el encargado de la argentina a punto de llegar para llevarse el pedido.

No lo pensó dos veces. Bajó al almacén y buscó una botella de vino sin abrir. Con la ayuda de un embudo completó el líquido que faltaba. Satisfecho y esperando que nadie se diera cuenta del engaño, cerró la botella con un tapón,  y le puso la etiqueta autoadhesiva antes de guardarla en la caja.

jueves, 5 de febrero de 2015

Federico II de Prusia, Hipólito el pastor y los OGM


Algunos de ustedes ya me conocen y sabrán que mi abuelo, allá por la mitad del siglo pasado, era un pequeño agricultor en la provincia de Zamora. Está mal el decirlo pero era el rico del pueblo. Pero ser rico en un pueblo “castellanoviejo” de poco más de 500 habitantes no es ser demasiado, aunque sí lo suficiente como para que mi abuelo tuviera media docena de vacas, 40 gallinas y unas 200 ovejas churras comandadas por Hipólito y dos mastines leoneses. El pastor era un buen hombre y, a pesar de no saber leer ni escribir, contaba con la total confianza de mi abuelo. Una tarde de invierno, con las ovejas guardadas tras las teleras y sentados al calor del brasero, jugaban a tute las fuerzas vivas del pueblo que venían a ser el médico, el alcalde, el cura y mi propio abuelo que ocupaba el cargo de juez de paz. También mi padre en oficio de mirar y dar tabaco. Cuando Hipólito se acercó a la mesa para hablar de las parideras previstas para esa noche, estaba el precio del marisco como tema de sobremesa acompañando al arrastre en bastos hecho por el cura. Hipólito entró a la conversación con la confianza que le daban los años de trato con todos los presentes. Su intervención les dejó un tanto apabullados pues afirmó que le encantaba el salmón ahumado (allá por los 70 su precio era prohibitivo) que también le gustaba la langosta, las ostras y, por encima de todo el caviar. El cura interrumpió su arrastre y el silencio se hizo sobre la mesa. Silencio que, finalmente rompió mi padre cuando preguntó al pastor gourmet.

—Y dígame usted, Hipólito, ¿cuándo ha probado todas esas cosas?

El pastor, sin amilanarse por el cuestionario, se rascó la boina y afirmó tajante.

—Nunca. Jamás comí nada de eso.

—Entonces… ¿Cómo sabe que esas cosas le gustan? —Y aclaro que esta pregunta salió a coro por la boca del resto de contertulios.

El pastor volvió a contestar seguro de sí mismo.

—Pues porque le gustan a los ricos… Y no vean ustedes el buen gusto que tienen los ricos…

 

Cuentan las crónicas, y permita el lector que ahora me vaya dos siglos más atrás, que cuando la patata se introdujo en Europa, el pueblo era bastante reacio a consumir ese nuevo producto. Federico II de Prusia, Federico el Grande, se dio cuenta de que en ese nuevo alimento podía estar la solución a las tan frecuentes hambrunas que por aquella época padecían los antepasados de doña Merkel. El tal Fede, buen conocedor de la mentalidad humana, tuvo una idea. Ordenó sembrar de kartofens una finca y mandó a sus soldados prusianos que cuidasen durante el día del cultivo y que, por las noches, se marchasen a dormir a sus cuarteles. Los soldados, ya he dicho que eran prusianos, obedecieron sin rechistar y los campesinos, suponiendo que lo que guardaban debería ser muy valioso, durante las noches se dedicaban a rapiñar el tubérculo de manera ansiosa hasta que su uso se popularizó entre la población.

 

Pero… se preguntará el lector, ¿qué relación hay entre las patatas, Federico II de Prusia y el señor Hipólito con los OGM? Pues muy sencillo, querido lector. Si los científicos actuales que se están dedicando a la investigación sobre transgénicos y las empresas que los pagan fueran tan listos como Federico o Hipólito, no tendrían los problemas que están teniendo para convencer a los políticos y también a los hombres honrados de nuestro mundo occidental, sobre los beneficios que puede traer este tipo de investigaciones. Vamos, que parece que todo lo listos que son para investigar, lo tienen de torpes a la hora de publicitar y vender sus logros. Veamos y pongo como ejemplo el arroz dorado  que podría ser una solución para evitar la xeroftalmia, déficit en vitamina A, enfermedad ampliamente extendida en países en los que el arroz es el alimento habitual de la dieta sin que haya otros productos que la complementen. Es un producto eficiente, económico al estar libre de patentes y tan sencillo o complicado de cultivar como su primo el arroz tradicional. Pues bien, cualquier cosa que no sea cara, tóxica o ineficiente, va a provocar de inmediato el rechazo de un amplio espectro de la población que buscará fantasmas encerrados en un armario para promover de inmediato una leyenda urbana que se extenderá como la pólvora y es que no olvidemos que  es más sencillo entender de fantasmas que saber de genética, fisiología  o nutrición. Si Federico II de Prusia o el señor Hipólito hubieran estado a cargo de la difusión de este tipo de arroz, habrían hecho lo siguiente: 1.- Informar a los medios de que se ha desarrollado un nuevo tipo de arroz que previene la ceguera pero que debido a su alto coste, solamente las clases más poderosas, van a poder disfrutar de este nuevo manjar.

2.- Invitar a famosos del mundo del deporte, de la música y del cine –no pueden faltar ni Tom Cruise ni Beckam entre los invitados-, a una comida en la que el “Golden rice” sea el protagonista principal asegurándoles que, siguiendo una dieta como ésta, mantendrán alejada la xeroftalmia de sus ojos para el resto de sus días. No importa que la posibilidad de que un ciudadano de Kansas padezca este problema sea la misma que tiene un esquimal medio de ser coceado por un camello. El arroz dorado hay que publicitarlo.

3.- Obligar a que camareros, cocineros y periodistas pasen un control exhaustivo después del banquete para comprobar que no sacan escondidos granos del precioso vegetal. Si hay que humillarles metiéndoles el dedo en el culo para comprobar que salen “limpios” tras la cena, se les humilla. Recomiendo para esta labor utilizar guantes de látex.

Y realizado todo lo anterior, garantizo que en menos de una semana habría manifestaciones por las ciudades de todo nuestro mundo civilizado, exigiendo arroz dorado para todos con pancartas del tipo:

“Los ricos no quieren que los pobres veamos” o “¡No queremos xeroftalmias, que las padezcan ellos!”
Para el tomate arlequín, un tomate de diseño, con una curiosa boina verde en su parte superior, cambiemos la xeroftalmia por las caries. La parte más verde del tomate será más rica en clorofila y no hay dentífrico ni chicle anticaries que no la contengan.  Pues ahí está. Los ricos, gracias al arlequín no necesitarán dentistas con lo que todavía serán más ricos mientras que los pobres tendremos que seguir poniéndonos empastes por culpa de comer los mismos y anticuados tomates que comían mi abuela, Federico II de Prusia y el señor Hipólito. No semos na.