jueves, 16 de agosto de 2012

MALA SUERTE


Una mañana parda y fría, de invierno, como la tarde machadiana, era un buen momento para morir. Aunque fuera suicidándose. Su mala suerte ya había llegado a límites que él mismo era incapaz de comprender. Siempre fue así, desde pequeño. Nunca había ganado nada. En su haber, pérdidas y desgracias que se sucedían de manera continuada. Su cabeza se remontó a cuarenta años atrás. Debía tener siete, quizás ocho años y su padre le había enseñado un sistema infalible para ganar. La cosa parecía fácil. Apostaban un número de cromos a cara o cruz y el que ganaba se llevaba la apuesta. “Mira, le había dicho su padre, el truco está en saber retirarse a tiempo. Tu apuestas, por ejemplo a “cara” y te juegas un cromo. Si ganas, te retiras, si pierdes vuelves a apostar “cara”, pero te juegas dos cromos. Si sale cara te retiras y habrás ganado uno. Si saliese cruz te juegas cuatro. De esta manera, en el momento en que ganes una vez recuperarás todo lo que hasta ese momento hayas perdido y siempre habrás conseguido un cromo de más. Recuérdalo, Es fácil, siempre doblando y retirándote en cuanto ganes la primera vez. ¿Sabes cuántos cromos tienes…?”
Tenía, recordó más de mil cromos y perdió once veces seguidas. Las suficientes como para perder todo el taco de cromos y la confianza en su padre. Todo a un tiempo. Después la cosa continuó en la adolescencia. Como en el examen de selectividad. No había sido nunca un buen estudiante y odiaba la filosofía. Solamente logró aprenderse el primer tema. “La filosofía Presocrática”. Tales de Mileto. Con la experiencia previa ni en sus más extraños sueños hubiera pensado en que ese tema podría salir. Cuando se sentó en el pupitre y le entregaron la hoja de preguntas pensó que su racha había cambiado. El primer tema. Filósofos presocráticos. Lo bordó. Habló de Tales, también de Pitágoras, Parménides  y Heráclito. Sus vidas, obras, pensamientos y relaciones entre ellos y el gran Sócrates. Entregó tres folios completos. El resto del examen, mediocre, como era de esperar pero la buena calificación que obtendría con los presocráticos elevaría la media total lo suficiente como para aprobar sin dificultades. Fue volviendo en el autobús cuando un pensamiento fugaz cruzó por su cabeza. De su garganta salió un grito que sobresaltó a todos los pasajeros: “¡La madre que parió a Parménides! No he puesto el nombre en el examen…” Así había sido y cuando salió el listado con las calificaciones junto a su nombre solamente figuraban unas lacónicas iniciales: “NP”. No Presentado. Ese fue el día en que decidió apuntarse a la milicia obligatoria y marcharse de casa. “Tendré mala suerte y me  tocará en Ceuta”, -pensó-. Fue peor. Destinado a la Armada fue embarcado en un carguero, “El Extremadura”. Dos años de mareos y vómitos continuados pues nunca logró acostumbrarse al cabeceo del barco. Ni siquiera cuando estaba fondeado en puerto o amarrado al muelle.  El mareo, omnipresente, le acompañó incluso en los cortos permisos que le concedieron hasta ser licenciado a los 22 años. Ese mismo día recibió una carta. Era de una chiquita con la que había bailado un par de veces en las ferias del pueblo cuatro meses antes. Él había llegado al pueblo vestido de marinero, como manda la ordenanza. Baile de San Pascual por la tarde y, cosas del uniforme, que le sentaba lo suficientemente bien como para atraer a las mozas,  un revolcón en el pajar del tío Braulio que le quitó la inocencia. A ella no le quitó nada que no le hubieran quitado ya otras muchas veces. Cuando extrajo el papel del sobre sus ojos solamente se fijaron en aquella frase fatídica. “…el niño, o niña, nacerá para marzo. Mi padre y mis cuatro hermanos quieren hablar contigo para solucionar el tema… “ Se casaron un siete de diciembre, por el sindicato de las prisas decían sus amigos. Una boda tan discreta como fue posible considerando el evidente estado de pre maternidad de la novia. Fue un siete de diciembre y el día diez, tres días después ella abortó por culpa de los nervios de la boda, dijo el médico. Total que se había casado para nada. Bueno, para nada no, después de todo se liberó del violento recibimiento que suegro y cuñados le tenían preparado por haber abusado así de la inocencia de la nena. Años de matrimonio que terminaron aquel día en el que, como en una mala novela el había llegado antes del trabajo aquejado de un fuerte dolor de cabeza. Al abrir la puerta allí estaba su mujer, de rodillas apretando con ansia su cara contra la bragueta del repartidor de butano. Contra la bragueta habría sido de haber tenido el hombre los pantalones subidos. Pero allí estaba él butanero, apoyado en la bombona, con los pantalones bajados y cara de gilipollas feliz mientras que su mujer, a medio despelotar le obsequiaba con aquello que ella misma le había negado tantas veces. Entonces comprendió dos cosas. La primera era el motivo de su dolor de cabeza. “Debe ser que los cuernos, al salir, duelen. También comprendió la razón por la que su mujer nunca se preocupaba de las constantes subidas del precio del gas. Terminó dejándole plantado el mismo día en que el casero les decía que, en tres meses deberían abandonar la vivienda que había sido comprada por una multinacional para edificar un gran centro comercial. Pero de esto hacía ya cinco años y desde entonces él ocupaba un humilde apartamento en la primera planta de una vivienda en una calle cualquiera de esa maldita ciudad. Odiaba esa calle y odiaba el camión que cada mañana, a las siete y media descargaba cervezas en el bar de la esquina para luego salir disparado por la calle soltando ruido y humo en la misma medida en que él soltaba maldiciones. Tras doce horas de trabajo como vigilante en un edificio, llegaba a las cinco de la madrugada a su casa, se acostaba y era despertado por el rugir del motor del vehículo cervecero. Luego el sueño nunca volvía a ser igual. También odiaba a la vieja del tercero izquierda y a su maldito perro de lanas que, cada mañana se meaba en su alfombrilla. Y odiaba a los niños del piso de arriba que, cada dos días se bañaban y dejaban escapar el agua de la bañera con la consecuencia de una permanente gotera en su minúsculo comedor. Gotera que además hacía chisporrotear la bombilla sin lámpara que el comedor contaba como única fuente de luz. Esa mañana parda y fría de invierno, era una buena mañana para suicidarse. Tan buena como cualquier otra. Ya lo había intentado el día en que encontró a su mujer con el fontanero. Al regresar a casa ella no estaba. Buscó en el armario del cuarto de baño dispuesto a morir envenenado. Encontró una caja casi entera de paracetamol. También un frasco de Seguril. Leyó el prospecto y las contraindicaciones. Bajada de la presión arterial, insuficiencia cardiaca que podría provocar parada cardio respiratoria, ansiedad, vómitos, lesión hepática y toda una retahíla de problemas médicos. Además el producto había caducado tres años atrás. Si estando en fecha produce todos estos efectos, pensó, ahora que está caducado tiene que ser la leche. Se bebió el frasco, se tomó el paracetamol y dos cajas de pastillas que tomaba su mujer para no preñarse. “Ya le vale, podía haber tomado eso de joven y no ahora.” . También ingirió todo lo que encontró en el botiquín incluyendo medio bote de Mercromina y un bote de bicarbonato. Dejó tres pastillas de vitamina C que supuso no serían buenas para sus propósitos suicidas. El resultado, a corto plazo fue que se pasó toda la noche meando y con cagarrina. Su mala suerte, una vez más, había intervenido y no fue necesaria la presencia de doctores, ni lavados de estómago. Su primer intento de suicidio fracasó dejando como secuela, a largo plazo una hepatitis crónica de etiología desconocida. Es decir, se había jodido el hígado y los médicos ni sabían curarle ni tenían repajolera idea de cuál era la causa de la enfermedad. Pero esta vez las cosas no serían así. Lo había decidido nuevamente esa misma mañana, parda y fría, de invierno, cuando escuchó las noticias a las cinco. Al final el locutor siempre decía el número premiado en el sorteo de la lotería. Siempre abonado al mismo número, desde hacía veinte años. Todas las semanas esperando que, por una vez, su suerte cambiase y que el destino le agraciara con los trescientos mil euros de premio. Nunca, ni un premio mediano. Tan solo, alguna vez un reintegro o un premio menor. Compraba siempre los jueves, el sorteo era el viernes por la tarde y su decepción llegaba cada sábado a las cinco de la mañana. Esa vez había escuchado la noticia tan solo por el morbo. El jueves se encontraba mal y el médico de empresa le autorizó a quedarse en cama ese día. El viernes por la tarde cuando salió a trabajar el despacho de loterías estaba cerrado. Su decepción, su gran decepción fue que, ese día, precisamente ese maldito día el destino había querido agraciar con el primer premio el número que, por una vez no llevaba. Escuchó el número con claridad pero, quizás hubiera sido un error motivado por la obsesión de no haber comprado ese billete por primera vez en mucho tiempo. Esperó hasta las noticias de las seis y luego las de las siete. Efectivamente la mala suerte, el destino, se habían burlado de él una vez más. Sería la última. Una mañana parda y fría de invierno, buena para morir. Esta vez sin errores.
         Sería su venganza. El gas abierto, su cabeza dentro. Una muerte dulce había oído. Dormirse de una vez para siempre. Y además, sonrió, sería su venganza final. Contra los malditos niños, contra la madre que los parió, contra la vieja y su perro. Abriría el gas butano, metería la cabeza en el horno y aspiraría el veneno. Luego el gas seguiría saliendo una vez que hubiera muerto él. Pasarían dos, tres horas. Alguien notaría olor a gas. Entrarían en su casa y al encender la luz del comedor… el inevitable chispazo y todos a la mierda. Casa, perro, vieja, madre y niños. Si moría alguien más le daba igual. Sería tan solo parte del pago que el mundo le debía. Abrió la puerta del horno e introdujo la cabeza. ¡Mierda! Me he metido el mango de la sartén en el ojo. Hay que joderse. Ni esto le sale a uno bien. Será mejor retirar las sartenes y la rejilla de los asados. ¡Joder! ¿Cuánto tiempo hace que no limpio el horno? Huele a aceite requemado. Pero… ¿Cómo es posible que haya que limpiar una cosa que está siempre cerrada y no se usa? Dejó estos pensamientos mientras pasaba un trapo por toda la superficie del interior. Una cosa es suicidarse y la otra hacerlo con la cara pegada al aceite refrito. Después volvió a arrodillarse frente a la cocina para meter nuevamente la cabeza en esa minúscula cámara de gas mortal. Con la mano derecha giró el botón del gas y un peculiar siseo llegó hasta sus oídos. Aspiró profundamente un par de veces y el sueño comenzó a cerrarle los párpados. Debía estar muriéndose porque ya no escuchaba el siseo del gas al salir. Volvió a realizar una inspiración profunda, luego otra y el sueño desapareció. Algo no iba bien. Levantó la cabeza y notó que el techo del horno le golpeaba en la coronilla. ¡Coño! Gritó, vaya leche me he dado. Creo que está saliendo sangre. Me he descalabrao contra este puto horno. Pero… ¿Qué le ha pasado al gas? ¿Por qué ya no sale? Sacó la cabeza para enderezarse. Efectivamente el gas no salía. ¿Era posible que…? Abrió la puerta que guardaba la bombona del gas. La espita estaba abierta y la maldita bombona vacía. Pero… ¿Qué problema tenía el gas butano con él? Buscó la otra bombona. También vacía. La herida de la cabeza seguía sangrando y el ojo se le había puesto morado por culpa del golpe con la sartén. Se iba a suicidar, pensó mientras se miraba en el espejo del retrete y estos detalles eran menores. Buscó otras posibilidades. El corte de venas en la bañera. No, no era posible, No tenía buenos cuchillos y tampoco utilizaba hojas de afeitar. El siempre prefirió la afeitadora eléctrica. Tirarse por la ventana de un primer piso tampoco parecía una buena solución y pensó en el ahorcamiento. Esto ya daría al traste con sus planes de venganza y vieja, niños y perro seguirían viviendo pero terminaría con su eterna mala suerte. Necesitaba un punto donde enganchar la cuerda. Miró el techo del comedor, había un gancho preparado para sujetar la lámpara que nunca hubo. Sería perfecto para sus propósitos. Parecía fuerte, capaz de sujetar su peso y el lugar era accesible. Ahora necesitaba una cuerda. Había oído de presos en la cárcel que se ahorcaban con el cinturón. Se quitó el suyo pero al mirarlo de inmediato se percató de que no era lo suficientemente largo como para atarlo al gancho y encima hacer un nudo corredizo. Tampoco valía. ¿Cómo solucionarían el problema los presos? NO tenía en casa ni una cuerda miserable larga y fuerte como para aguantar su propio peso. Sus pensamientos volvieron al corte de venas y a la afeitadora eléctrica.¡El cable, el cable de la máquina de afeitar. Largo y fuerte. Justo lo que él necesitaba! Sacó el cable del cuarto de baño. Era bastante largo y parecía muy resistente. Colocó una silla debajo del gancho y se subió a ella. En menos de un minuto tenía el cable atado por una parte y un nudo corredizo alrededor de su cuello. Subido a la silla miró por la ventana. Era una mañana parda y fría de invierno. Tan buena o tan mala para morir como cualquier otra. Con sus pies desplazó la silla hacia un lado que cayó dando un golpe y su cuerpo quedó colgando a unos centímetros del suelo. Notó el cable que le ahogaba y la presión sobre su garganta cerrada que le impedía respirar. Tan solo dos minutos de sufrimiento, de asfixia, que le librarían de una eternidad de mala suerte. De pronto sonó el teléfono. “Quien quiera que sea, pensó, que deje su mensaje en el contestador. La angustia por la falta de aire era cada vez mayor. El teléfono sonó. Una, dos tres, cuatro veces y saltó el contestador. Identificó de inmediato la voz de su supervisor que estaba presa de los nervios. ¡Oye, tío! ¡Descuelga el teléfono! ¡Somos millonarios! Ayer vi al lotero y me dijo que no habías recogido tu billete. Ese que compras todas las semanas. Compré el tuyo y compré otro igual para mí. Tío, estoy en el bar de la esquina de tu casa. Te espero allí para darte el número y emborracharnos los dos juntos…
         Dejó de escuchar el mensaje. Estaba nervioso, como un flan. Era millonario y solamente le quedaban unos segundos de vida. Intentó tocar el suelo con los pies pero ni siquiera de puntillas logró hacerlo. Había empujado la silla para evitar arrepentimientos de última hora. Sus pulmones estaban a punto de estallar y el maldito cable le estaba destrozando el cuello. Afortunadamente, la suerte del ahorcado, se dijo, el cable plástico impedía que el nudo corredizo se cerrase correctamente. último esfuerzo. Agarró del cable e intentó un balanceo para lograr agarrar la silla entre sus piés. No lo consiguió y la presión se incrementó. Rezó a Dios, a ese Dios que tantas veces le había negado esa pizca de suerte. Dios aprieta pero ahoga, siempre había sido su refrán predilecto, y Dios, el destino o el diablo, le habían llevado hasta ahí. De pronto el techo, humedecido por el agua de la bañera de los malditos enanos, crujió y la estructura se vino abajo. Cayó al suelo con un golpe seco y notó que el tobillo se le doblaba en la caída pero no llegó a romperse. Un esguince que tardaría tres semanas en curar. De inmediato se quitó el cable del cuello, se retiró trozos de escayola de su cabeza y dio una inspiración profunda que le llenó de aire y vida. En el mismo día la suerte ya le había sonreído dos veces. El cuello le escocía terriblemente pero tampoco le importaba demasiado. Apretó el botón del contestador esperando que todo no hubiera sido un sueño producto de la agonía. Escuchhó nuevamente el mensaje que le confirmó lo que ya sabía. No, no había sido una ilusión. El mensaje y su contenido eran reales. Se terminó de quitar, mientras bajaba corriendo y gritando por la escalera los restos de escayola. ¡Soy rico! ¡Soy rico! ¡Que se joda el mundo y la mala suerte! ¡Soy rico…!
         Abrió la puerta de la calle. El bar distaba unos doscientos metros de allí. En la esquina de enfrente. Cruzó la calle corriendo y solamente pudo escuchar un fuerte frenazo. Apenas sintió el golpe contra su cuerpo del camión de cervezas que acababa de dejar su carga, como cada mañana en el mismo bar de siempre. Una mañana parda y fría de invierno, es tan buen o mal momento para morir atropellado como cualquier otro día.

No hay comentarios:

Publicar un comentario