Algunos de ustedes ya me conocen y sabrán que mi abuelo,
allá por la mitad del siglo pasado, era un pequeño agricultor en la provincia
de Zamora. Está mal el decirlo pero era el rico del pueblo. Pero ser rico en un
pueblo “castellanoviejo” de poco más de 500 habitantes no es ser demasiado,
aunque sí lo suficiente como para que mi abuelo tuviera media docena de vacas,
40 gallinas y unas 200 ovejas churras comandadas por Hipólito y dos mastines
leoneses. El pastor era un buen hombre y, a pesar de no saber leer ni escribir,
contaba con la total confianza de mi abuelo. Una tarde de invierno, con las
ovejas guardadas tras las teleras y sentados al calor del brasero, jugaban a tute
las fuerzas vivas del pueblo que venían a ser el médico, el alcalde, el cura y
mi propio abuelo que ocupaba el cargo de juez de paz. También mi padre en
oficio de mirar y dar tabaco. Cuando Hipólito se acercó a la mesa para hablar
de las parideras previstas para esa noche, estaba el precio del marisco como
tema de sobremesa acompañando al arrastre en bastos hecho por el cura. Hipólito
entró a la conversación con la confianza que le daban los años de trato con
todos los presentes. Su intervención les dejó un tanto apabullados pues afirmó
que le encantaba el salmón ahumado (allá por los 70 su precio era prohibitivo) que
también le gustaba la langosta, las ostras y, por encima de todo el caviar. El
cura interrumpió su arrastre y el silencio se hizo sobre la mesa. Silencio que,
finalmente rompió mi padre cuando preguntó al pastor gourmet.
—Y dígame usted, Hipólito, ¿cuándo ha probado todas esas
cosas?
El pastor, sin amilanarse por el cuestionario, se rascó la
boina y afirmó tajante.
—Nunca. Jamás comí nada de eso.
—Entonces… ¿Cómo sabe que esas cosas le gustan? —Y aclaro
que esta pregunta salió a coro por la boca del resto de contertulios.
El pastor volvió a contestar seguro de sí mismo.
—Pues porque le gustan a los ricos… Y no vean ustedes el
buen gusto que tienen los ricos…
Cuentan las crónicas, y permita el lector que ahora me vaya
dos siglos más atrás, que cuando la patata se introdujo en Europa, el pueblo
era bastante reacio a consumir ese nuevo producto. Federico II de Prusia,
Federico el Grande, se dio cuenta de que en ese nuevo alimento podía estar la
solución a las tan frecuentes hambrunas que por aquella época padecían los
antepasados de doña Merkel. El tal Fede, buen conocedor de la mentalidad
humana, tuvo una idea. Ordenó sembrar de kartofens una finca y mandó a sus
soldados prusianos que cuidasen durante el día del cultivo y que, por las
noches, se marchasen a dormir a sus cuarteles. Los soldados, ya he dicho que
eran prusianos, obedecieron sin rechistar y los campesinos, suponiendo que lo
que guardaban debería ser muy valioso, durante las noches se dedicaban a
rapiñar el tubérculo de manera ansiosa hasta que su uso se popularizó entre la
población.
Pero… se preguntará el lector, ¿qué relación hay entre las
patatas, Federico II de Prusia y el señor Hipólito con los OGM? Pues muy sencillo,
querido lector. Si los científicos actuales que se están dedicando a la
investigación sobre transgénicos y las empresas que los pagan fueran tan listos
como Federico o Hipólito, no tendrían los problemas que están teniendo para
convencer a los políticos y también a los hombres honrados de nuestro mundo
occidental, sobre los beneficios que puede traer este tipo de investigaciones.
Vamos, que parece que todo lo listos que son para investigar, lo tienen de
torpes a la hora de publicitar y vender sus logros. Veamos y pongo como ejemplo
el arroz dorado que podría ser una
solución para evitar la xeroftalmia, déficit en vitamina A, enfermedad
ampliamente extendida en países en los que el arroz es el alimento habitual de
la dieta sin que haya otros productos que la complementen. Es un producto
eficiente, económico al estar libre de patentes y tan sencillo o complicado de
cultivar como su primo el arroz tradicional. Pues bien, cualquier cosa que no
sea cara, tóxica o ineficiente, va a provocar de inmediato el rechazo de un
amplio espectro de la población que buscará fantasmas encerrados en un armario
para promover de inmediato una leyenda urbana que se extenderá como la pólvora
y es que no olvidemos que es más
sencillo entender de fantasmas que saber de genética, fisiología o nutrición. Si Federico II de Prusia o el
señor Hipólito hubieran estado a cargo de la difusión de este tipo de arroz,
habrían hecho lo siguiente: 1.- Informar a los medios de que se ha desarrollado
un nuevo tipo de arroz que previene la ceguera pero que debido a su alto coste,
solamente las clases más poderosas, van a poder disfrutar de este nuevo manjar.
2.- Invitar a famosos del mundo del deporte, de la música y
del cine –no pueden faltar ni Tom Cruise ni Beckam entre los invitados-, a una
comida en la que el “Golden rice” sea el protagonista principal asegurándoles
que, siguiendo una dieta como ésta, mantendrán alejada la xeroftalmia de sus
ojos para el resto de sus días. No importa que la posibilidad de que un
ciudadano de Kansas padezca este problema sea la misma que tiene un esquimal
medio de ser coceado por un camello. El arroz dorado hay que publicitarlo.
3.- Obligar a que camareros, cocineros y periodistas pasen
un control exhaustivo después del banquete para comprobar que no sacan
escondidos granos del precioso vegetal. Si hay que humillarles metiéndoles el
dedo en el culo para comprobar que salen “limpios” tras la cena, se les
humilla. Recomiendo para esta labor utilizar guantes de látex.
Y realizado todo lo anterior, garantizo que en menos de una
semana habría manifestaciones por las ciudades de todo nuestro mundo
civilizado, exigiendo arroz dorado para todos con pancartas del tipo:
“Los ricos no quieren que los pobres veamos” o “¡No queremos
xeroftalmias, que las padezcan ellos!”
Para el tomate arlequín, un tomate de diseño, con una
curiosa boina verde en su parte superior, cambiemos la xeroftalmia por las
caries. La parte más verde del tomate será más rica en clorofila y no hay
dentífrico ni chicle anticaries que no la contengan. Pues ahí está. Los ricos, gracias al arlequín
no necesitarán dentistas con lo que todavía serán más ricos mientras que los
pobres tendremos que seguir poniéndonos empastes por culpa de comer los mismos
y anticuados tomates que comían mi abuela, Federico II de Prusia y el señor
Hipólito. No semos na.