A J.M.
Mulet. Su obra “Medicina sin engaños” me ha servido de inspiración a la hora de
escribir este cuento. O sea que ahora,
además de profesor, investigador, divulgador y ariete contra supersticiones,
también es musa.
DE LA AVARICIA Y EL VINO
Como casi
todas las mañanas, antes de que el sol saliera, Venancio respiró tranquilo al
comprobar que el cierre de su negocio seguía tal y como él lo había dejado la
noche anterior. Eso le tranquilizó. No
sería la primera vez, más por culpa de los hijo putas que de la crisis, que la
persiana metálica hubiera sido forzada para
vaciar el cajetín de las dos máquinas tragaperras, reventar la caja
registradora y arramplar con las botellas más caras. Después la inevitable
llamada a la policía, examen y valoración de los daños, denuncia en comisaría y
parte a la compañía del seguro añadiendo unidades al número de botellas
robadas, decenas a la cantidad de dinero que tenía la registradora y centenas a
las pérdidas estimadas por la reparación de daños y beneficios no devengados.
Luego vendría la discusión con el perito.
—¿Siempre
guarda tanto dinero en la caja?—le había dicho en su última peritación—. Así no
es extraño que le roben tan a menudo. Este es el tercer parte que nos presenta
en los dos últimos años.
—¿Y qué
quiere que haga? —había respondido encogiéndose de hombros—. Será mejor que me
atraquen por la noche en el camino a mi casa. Ya ve usted como está el barrio.
Pagamos impuestos para que luego no haya ni un policía que nos proteja.
Solamente inmigrantes, putas y ladrones. Y así nos va. ¿Ve? —Le había dicho
señalando uno de los expositores de la barra—. Los cabrones no se han conformado
con robar. Esto también lo han roto ellos.
—¿No es
este el mismo que le rompieron también la última vez que le atracaron?
—contestó el del seguro con cierto deje de suspicacia en su voz.
—No
recuerdo —Venancio se encogió de hombros—. Quizás sería alguno parecido...
Pero esa
mañana el cierre seguía en su lugar y
las tragaperras al encenderse le
dieron los buenos días con sus voces de sirena llamando al arrecife a
navegantes ludópatas. Los sonidos del amanecer continuaban con la descarga de
los pedidos realizados el día anterior, con el monótono ronronear de los
arcones de frío ya repletos de botellas, con el siseo de la plancha al
calentarse y con el primer aullido de vapor procedente de la máquina de café.
Esa parecía ser la señal para la llegada del quiosquero que vendía periódicos en
la misma calle. “Café con leche y churros con chupito aguardiente pa matar el
gusanillo”. Después sería Mariano, el taxista, Paca, la cuponera de la ONCE y
Lucía, la argentina que regentaba el herbolario.
—Servime
—le decía con su acento patagónico— un Nescafé de máquina corto de café, con
leche descremada templada y en tasa mediana... ¿Verdá que como sos lindo no te
va a importá que coma aquí mis propias gayetas? Son ricas en fibra y bajas en
colesterol con semillas de lino que…
Venancio
nunca escuchaba la explicación sobre las propiedades de las semillas del lino.
Ni falta que le hacía. Como buen autónomo disfrutaba de la salud necesaria para
abrir su pequeño bar cada mañana desde hacía más de quince años sin contar con
la ayuda suplementaria de medicamentos, ya fueran éstos de botica clásica o de
parafarmacia moderna. La argentina volvería a la hora de comer y pediría un
vaso de vino. Luego vendría otro y otro más. La tapa que acompañaba a cada vaso
sería su único almuerzo y ella dormiría la mona en la trastienda del herbolario
antes de iniciar el horario de tarde. Acompañado de sus pensamientos distribuyó
los seis taburetes a lo largo de la barra antes de pasar la “Spontex” sobre la
superficie de ésta. Fue el frío de la calle al entrar por la puerta abierta el
que le avisó de la entrada del primer parroquiano. Le identificó de inmediato.
Se trataba de Sergio, un representante de la empresa que le suministraba los
vinos que se servían en el establecimiento. Caldos de la tierra de una calidad
más que acorde con su bajo precio. Pero a los 80 céntimos que costaba una copa
con la tapa correspondiente, Venancio tampoco se podía permitir demasiadas
alegrías.
—Buenos
días Venancio —dijo el recién llegado con una sonrisa—. ¿Me pones un café?
Él lo sabía por experiencia. Todos los
representantes eran iguales. Pedían una consumición que luego nunca pagaban.
Era como si su condición de proveedores les concediese algún tipo de dispensa
que les eximiese de pagar sus desayunos. Y él no estaba allí para servir cafés
de balde.
—Tengo
la cafetera apagada y sin cargar —dijo como respuesta y saludo—. Hoy vienes muy
temprano.
Los ojos
del representante se dirigieron hacia el testigo encendido de la máquina exprés
y su mirada no pasó inadvertida al camarero que desvió la vista para continuar
con la limpieza del mostrador. El recién
llegado abrió un pequeño portafolios sacando de él un manoseado catálogo y una
hoja de precios que entregó al propietario del local.
—Son las
tarifas para este año —explicó—. Las condiciones ya las sabes: para pedidos
pequeños el pago es al contado y la entrega es una vez a la semana. El
repartidor pasa los martes por esta zona pero ya sabes que, en caso de una
urgencia, cargaría las cajas en el coche y podría acercarte yo mismo las
botellas. También hay una bonificación.
Si pides cinco cajas te regalamos otra igual sea del vino que sea y…
—Los
precios —interrumpió Venancio—. Parece que han subido y no poco, desde tu
última visita.
El
representante pareció no escuchar y siguió con su retahíla.
—…Y si
pides 8 cajas te bonificamos con dos. O sea, un veinticinco por ciento de
descuento… Ahora tenemos una oferta.
¿Sabes? La bodega quiere introducir los vinos nuevos y si pides…
—¡No me
jodas, Sergio! —volvió a interrumpir Venancio—. Mira, tengo aquí el último
listado que me trajiste y la diferencia mínima es de seis euracos por caja. ¿Te
parece normal?
En esa
ocasión el representante no pudo por menos que interrumpir su explicación.
Enseñó las palmas de las manos en un gesto de aceptación de lo inevitable.
—Ya
sabes lo que pasa, compañero. Los jodidos impuestos que no dejan títere con
cabeza. Ha subido el IVA y también la tasa sobre bebidas alcohólicas y el jefe,
para no perder clientela ha decidido asumir parte del gasto a costa de nuestras
comisiones. De todas formas seguimos siendo los vinos más baratos del mercado.
Si no quieres pagar impuestos vende agua en vez de vino y gaseosa en lugar de
cerveza.
La
salida del vapor de la cafetera y la inmediata entrada del quiosquero
interrumpieron la conversación. Sergio estuvo tentado de pedir nuevamente un
café pero ni el horno estaba para bollos ni el humor del tabernero parecían
aconsejarlo.
—Miraré
los precios y te llamo a mediodía. Ahora tengo que atender al caballero —miró
al recién llegado—. Buenos días, Marcelino. ¿Qué se te ofrece?
—Café
con churros y un chupito aguardiente pa matar el gusanillo.
Pero…
Venancio
no lo escuchó. En su cabeza resonaban
las últimas palabras que había dicho el representante antes de abandonar el
local. “Si no quieres pagar impuestos, vende agua”.
A
mediodía el bar entraba en esa parte del día a la que los economistas llaman
horas valle. Es decir, que nunca había ni dios. Miró la botella de vino que reposaba
sobre una de las repisas. La había abierto esa misma mañana para servir un par
de copas y la frase del representante volvió a su cabeza: “Si no quieres pagar
impuestos, vende agua…” Quizás nadie se
daría cuenta. Después de todo, el mismísimo Jesucristo en las bodas de alguien,
también había convertido el agua en vino. Más o menos eso era lo que él pensaba
hacer. Una vez asumido de que el Vaticano aprobaría este comportamiento, sus
temores se disiparon. Sin pensarlo más, agarró la botella, quitó el corcho y
acercó el gollete al grifo. Al instante la botella volvió a estar tan llena
como antes de abrirla. La agitó con fuerza para mezclar sus componentes y
volvió a dejarla en su lugar. Un instante después, Lucía, la argentina del
herbolario, entraba en el local.
—Servime
un vinito, Venancio. De tapa me ponés un pinchito de tortiya.
La mano
del camarero se dirigió hacia la botella que acababa de bautizar pero de
inmediato cambió de opinión. Ella era una clienta habitual y se daría cuenta
inmediatamente del fraude. Abrió una nueva botella y le sirvió la primera copa
junto al pincho de tortilla. Para la segunda volvió a utilizar la misma botella.
La tercera copa que sirvió fue de vino adulterado y en el momento de hacerlo,
maldijo su mala cabeza: La tonalidad tinta habitual había pasado a convertirse
en un rosado oscuro. Si el sistema funcionaba se prometió investigar con algún
colorante alimentario que devolviera al vino su color habitual. De todas
formas, la mirada turbia de la mujer y la mala iluminación del local colaboraban
en disimular el problema. Acompañó esta última copa con una tapa de ensaladilla
que sirvió mirando con un ojo la bandeja y con el otro la cara de la mujer que
parecía haberse dado cuenta del engaño. Miraba el vino al trasluz, lo agitaba
moviendo la copa haciendo círculos en el aire y acercándosela a la nariz para
aspirar el olor de su contenido. Apuró de un trago el último sorbo haciendo un
par de buches antes de tragarlo. Venancio trató de disimular sus nervios
colocando la bandeja de la ensaladilla rusa en el expositor de frío.
—¿Te
sirvo otro vino?
Ella
pareció dudar unos instantes.
—Por
favor —dijo y confirmó sus palabras con un asentimiento de cabeza—. Pero no me
pongás…
El
instante se le hizo eterno al camarero que dirigió su mano hacia la botella buena.
—---No
me pongás de esa. Mejor servime del otro, del que parece más claro. ¿Sabés? La
última copa me ha paresido delisiosa. Nada que ver con el vino que servís
siempre.
Venancio
dudó. Quizás no hubiera comprendido bien y agarró el cuello de la botella sin
aguar.
—¡No!
¿Es que no me habés escuchado? Quiero otra copa pero que sea de la segunda
boteya. Cobrámelo más caro si ese es el problema pero no voy a tomar otro vino
que no sea el de antes.
—Un
caldo recomendado por la dama tendré yo que probarlo. Por favor, Sírvame a mí
otra copa.
Venancio
se giró sobresaltado en la dirección de la que procedía la voz. El nuevo
cliente debería haber entrado un instante antes y él no se había dado cuenta.
No
conocía al recién llegado. Desde luego no era un cliente habitual. La mujer
miró a los dos sonriendo y el camarero se percató de que la turbidez había
desaparecido de sus ojos. Puso dos copas en el mostrador acompañadas nuevamente
de sendas tapas de ensaladilla y se preguntó si el sabor de la mayonesa del día
anterior mezclado con el vino aguado tendría alguna relación con el misterio. En
cualquier caso ambas tapas quedaron intactas sobre el mostrador mientras que
hombre y mujer comentaban las numerosas virtudes del tinto desvirtuado.
Venancio sirvió otros dos tragos y de inmediato se percató de que no habría
posibilidad de servir nuevas copas. La botella apenas tenía un dedo de
contenido en su interior. Sus temores resultaron finalmente infundados cuando sus
dos clientes pidieron la cuenta que pagaron sin decir un “pero” al incremento
de precio de cada trago y abandonaron el local. Una vez solo, Venancio se
sirvió una copa de la misma botella y concluyó que el sabor a vino aguado era
tan evidente que no podía comprender que ninguno de los dos se hubiera
percatado de ello. La argentina volvería al día siguiente y, seguramente
pediría la misma consumición. Estaba a
punto de cerrar y no había clientes. No quería correr riesgos y pasó con dos
botellas a medio llenar a la cocina. Completó con agua el contenido de la
primera y cuando se disponía a hacer lo propio con la segunda, unas voces
procedentes del exterior llamaron su atención. Asomó la cabeza a través de la
cortinilla que separaba las dos estancias. ¿Sería posible? La argentina estaba
allí con algunas personas más, que charlaban animadamente. Venancio saludó
rápidamente antes de volver a cocinas. Sin andarse con tantas contemplaciones,
rellenó la segunda botella que todavía contenía menos vino que la primera. Las
cerró con sendos corchos recolocando las cápsulas de plástico que tenían como
misión garantizar que la botella no había sido abierta. Un instante después
varias copas de vino adulterado hacían las delicias de sus inesperados
clientes. Pero fue la segunda botella, todavía con más agua, la que más halagos
recibió.
A partir
de ese día, las botellas de Venancio contenían cada vez más agua y menos vino.
Tampoco resultó necesario añadir ningún tipo de colorante que disimulase el
fraude. La gente parecía no enterarse, consumían cada vez más y el precio de
las copas hubiera resultado excesivo incluso para un vino francés gran reserva.
El minúsculo establecimiento parecía no dar más de sí ante la avalancha de
clientes que cada día cruzaban sus puertas y su propietario ya hacía algunas
semanas que había dejado de preguntarse dónde radicaría el misterio de tanto
éxito. Cada noche, después de cerrar, rellenaba con agua las botellas que
apenas contenían un culín de vino. Después las agitaba, recolocando tapones y
cápsulas antes de guardarlas en el almacén. Ya no tenía necesidad de adquirir
otras bebidas alcohólicas de alta graduación, ni siquiera tenía refrescos y
tampoco servía los tradicionales desayunos. Quienes entraban en el bar lo
hacían para lo mismo: Para tomarse varias copas de ese delicioso néctar cuyas
propiedades y fama se incrementaban día a día. Los asiduos del local comenzaron
a decir que esa bebida contaba con propiedades médicas cuasi milagrosas.
Alguien salió en un conocido programa televisivo diciendo que, desde que acudía
al bar de Venancio, le había descendido
el colesterol y su opinión se vio refrendada por un segundo entrevistado que
afirmó que había sido desahuciado por los médicos a causa de un cáncer que,
había combatido consumiendo dos botellas del vino mágico. La fama del bar no
pasó inadvertida. Ni para el público ni para proveedores ni tampoco para el
consistorio de la ciudad que decidió que un establecimiento tan boyante debería
ser un buen lugar para mejorar sus menguadas arcas. El primer intento consistió
en montar dotaciones de agentes en las calles aledañas. Los controles
antialcohólicos que realizaban dichas patrullas no consiguieron resultado
alguno para desazón del concejal de movilidad que confiaba haber encontrado un
filón recaudatorio. El de hacienda no obtuvo mejores resultados. El local
tributaba por módulos en relación a la superficie y al gasto energético del
mismo. Venancio había disminuido al mínimo imprescindible la potencia eléctrica contratada. Después de
todo había dejado de utilizar la plancha, la cafetera eléctrica y las cámaras
de frío. Fue el concejal de sanidad quien aportó la solución definitiva y una
semana después dos inspectores municipales investigaban el local. Las burdas
manipulaciones de las botellas y sobre
todo el análisis de su contenido que dejaba bien a las claras que lo que debía
ser un vino malo, pero vino, solamente era agua buena, pero agua. El
Ayuntamiento, tan poco eficiente a la hora de gestionar los problemas
ciudadanos, ejecutó con efectividad germánica los trámites de cierre de seis
meses y la correspondiente sanción al local. Con lo que ni alcalde ni
concejales habían contado fue con la movilización mediática y ciudadana. Desde
alcohólicos rehabilitados hasta enfermos milagrosamente sanados pasando por un
variopinto muestrario de especímenes humanos, comenzaron a manifestarse en las
puertas del bar, en las del ayuntamiento, en las de algunas multinacionales
farmacéuticas culpadas de confabular contra el modesto restaurador. Finalmente
el propio alcalde tuvo que intervenir en un programa televisivo de máxima
audiencia para explicar los motivos que habían conducido al cierre del bar.
Venancio
vio el programa encerrado en su casa acompañado de una fuerte depresión. Cuando
apagó el televisor dio la batalla por perdida. No tenía dudas de que cuando
volviera a abrir, seis meses después, la moda habría pasado y se vería obligado
a volver a servir desayunos con churros y tostadas con mantequilla. Casi
llorando se puso el pijama. Fue cuando se iba a sentar sobre el retrete cuando
escuchó el telefonillo de su casa. “Alguna equivocación” —pensó— y se dispuso a
continuar con su intención primera. El telefonillo volvió a sonar.
—¿Sí?
—contestó al auricular seguro de que solamente se trataba de una equivocación
—. ¿Quién es?
—¿Venancio?
—La voz le sonó extrañamente familiar—. ¿Podés abrime? Soy yo, Lucía, la mina
del herbolario. Quisiera platicar con vos porque tengo algo que proponeros. ¿Me
abrís?
De
manera casi mecánica, Venancio pulsó el botón de apertura. De inmediato se dio
cuenta de que estaba en pijama y apenas tuvo tiempo de vestirse con un pantalón
y la primera camisa que encontró. Abrió la ventana con la esperanza de que el
aire de la noche se llevara el olor a tabaco pero no tuvo tiempo de recoger los
restos de patatas fritas y la botella de ginebra que le habían acompañado
durante la emisión del programa. Un instante después la mujer, de pie en el
comedor, hablaba sin parar explicándole
las razones de su visita.
—¿Lográs
entenderlo? Yo lo vi claro en cuanto escuché hablar al político hace un ratito.
Vos tenés un poder innato. ¿Sabés lo que es la homeopatía?
Él no lo
sabía y negó con la cabeza. Ella tomó asiento antes de volver a hablar.
—“Similia
similibus curantor” ¿Entendés? Lo dijo Samuel Hahnemann hace más de doscientos
años. Lo similar cura lo similar. Sin vos saberlo tenés esas manos mágicas
capases de convertir una mescla de agua y vino en un poderoso medicamento
sanador. Quizás lo hagás de manera intuitiva pero el poder, estate seguro, ese
poder lo tenés. De ahí que unas gotas de vino en el agua concentren todo el
sabor de las uvas, toda la energía de la tierra en la que crecieron, todo el
poder del sol que las nutrió: Aire, agua, tierra y fuego enserrados en una
miserable boteya de vidrio en una mescla maraviyosa a la que vos habéis añadido
el alma. Lo dijo el dostor Hahnemann. “A mayor dilusión mayor poder sanador de
la mescla”. ¿Entendés? —la voz acelerada de la mujer apenas hacía comprensible
lo que ella decía—. El mundo os estará agradesido por vuestro aporte al
bienestar de la espesie humana.
Venancio
negó con la cabeza.
—No sé.
Quizás tengas razón pero ahora es demasiado tarde. El bar ha sido clausurado
durante seis meses y si los inspectores vuelven a denunciarme, el cierre será
definitivo.
——¡El
bar! —dijo la argentina con aire exasperado— ¿Quién está pensando en el maldito
bar? Mirá, os propongo un acuerdo. Dejá ese boliche que solamente da mucho
laburo y poca guita y elaborá para mi establecimiento ese maraviyoso elixir
sanador. ¿Sabés? Para eso no necesitás permisos, ni lisensias. Todo es natural,
produsto ecológico. ¿Quién va a dudar de algo que nos ofrece en su generosidad
la Pachamama? Vos fabricás el medicamento, yo lo etiqueto y lo vendo bajo mi
propia marca a un presio diez veces más alto del que cobrás ahora por los
tragos. En la etiqueta pondremos algo del tipo “Compuesto homeopático natural
de extracto fermentado diluido de Vitis vinífera”.
Venancio
miró la última caja que tenía previsto entregar esa misma tarde. Acercó al
grifo la botella, prácticamente llena, que tenía en sus manos. Sería la que
completase la docena. Abrió el grifo y la desilusión se pintó en su cara.
—¡Joder!
—gritó—. ¡Han cortado el agua! La caja
incompleta y el encargado de la argentina a punto de llegar para llevarse el pedido.
No lo
pensó dos veces. Bajó al almacén y buscó una botella de vino sin abrir. Con la
ayuda de un embudo completó el líquido que faltaba. Satisfecho y esperando que
nadie se diera cuenta del engaño, cerró la botella con un tapón, y le puso la etiqueta autoadhesiva antes de
guardarla en la caja.
Qué bueno!! :DDDD
ResponderEliminarHas conseguido engancharme al argumento desde el principio. Muy bien hilado y narrado. Me ha encantado Manuel!
La historia termina ahí? Se supone que con la venta del producto tendrán éxito, no?
Te animo a que sigas con estos relatos.
Un abrazo!