domingo, 15 de marzo de 2015

Relato


A J.M. Mulet. Su obra “Medicina sin engaños” me ha servido de inspiración a la hora de escribir este cuento.  O sea que ahora, además de profesor, investigador, divulgador y ariete contra supersticiones, también es musa.
DE LA AVARICIA Y EL VINO

Como casi todas las mañanas, antes de que el sol saliera, Venancio respiró tranquilo al comprobar que el cierre de su negocio seguía tal y como él lo había dejado la noche anterior.  Eso le tranquilizó. No sería la primera vez, más por culpa de los hijo putas que de la crisis, que la persiana metálica hubiera sido forzada  para vaciar el cajetín de las dos máquinas tragaperras, reventar la caja registradora y arramplar con las botellas más caras. Después la inevitable llamada a la policía, examen y valoración de los daños, denuncia en comisaría y parte a la compañía del seguro añadiendo unidades al número de botellas robadas, decenas a la cantidad de dinero que tenía la registradora y centenas a las pérdidas estimadas por la reparación de daños y beneficios no devengados. Luego vendría la discusión con el perito.

—¿Siempre guarda tanto dinero en la caja?—le había dicho en su última peritación—. Así no es extraño que le roben tan a menudo. Este es el tercer parte que nos presenta en los dos últimos años.

—¿Y qué quiere que haga? —había respondido encogiéndose de hombros—. Será mejor que me atraquen por la noche en el camino a mi casa. Ya ve usted como está el barrio. Pagamos impuestos para que luego no haya ni un policía que nos proteja. Solamente inmigrantes, putas y ladrones. Y así nos va. ¿Ve? —Le había dicho señalando uno de los expositores de la barra—. Los cabrones no se han conformado con robar. Esto también lo han roto ellos.

—¿No es este el mismo que le rompieron también la última vez que le atracaron? —contestó el del seguro con cierto deje de suspicacia en su voz.

—No recuerdo —Venancio se encogió de hombros—. Quizás sería alguno parecido...

Pero esa mañana el cierre seguía en su lugar y  las tragaperras  al encenderse le dieron los buenos días con sus voces de sirena llamando al arrecife a navegantes ludópatas. Los sonidos del amanecer continuaban con la descarga de los pedidos realizados el día anterior, con el monótono ronronear de los arcones de frío ya repletos de botellas, con el siseo de la plancha al calentarse y con el primer aullido de vapor procedente de la máquina de café. Esa parecía ser la señal para la llegada del quiosquero que vendía periódicos en la misma calle. “Café con leche y churros con chupito aguardiente pa matar el gusanillo”. Después sería Mariano, el taxista, Paca, la cuponera de la ONCE y Lucía, la argentina que regentaba el herbolario.

—Servime —le decía con su acento patagónico— un Nescafé de máquina corto de café, con leche descremada templada y en tasa mediana... ¿Verdá que como sos lindo no te va a importá que coma aquí mis propias gayetas? Son ricas en fibra y bajas en colesterol con semillas de lino que…

Venancio nunca escuchaba la explicación sobre las propiedades de las semillas del lino. Ni falta que le hacía. Como buen autónomo disfrutaba de la salud necesaria para abrir su pequeño bar cada mañana desde hacía más de quince años sin contar con la ayuda suplementaria de medicamentos, ya fueran éstos de botica clásica o de parafarmacia moderna. La argentina volvería a la hora de comer y pediría un vaso de vino. Luego vendría otro y otro más. La tapa que acompañaba a cada vaso sería su único almuerzo y ella dormiría la mona en la trastienda del herbolario antes de iniciar el horario de tarde. Acompañado de sus pensamientos distribuyó los seis taburetes a lo largo de la barra antes de pasar la “Spontex” sobre la superficie de ésta. Fue el frío de la calle al entrar por la puerta abierta el que le avisó de la entrada del primer parroquiano. Le identificó de inmediato. Se trataba de Sergio, un representante de la empresa que le suministraba los vinos que se servían en el establecimiento. Caldos de la tierra de una calidad más que acorde con su bajo precio. Pero a los 80 céntimos que costaba una copa con la tapa correspondiente, Venancio tampoco se podía permitir demasiadas alegrías.

—Buenos días Venancio —dijo el recién llegado con una sonrisa—. ¿Me pones un café?

Él  lo sabía por experiencia. Todos los representantes eran iguales. Pedían una consumición que luego nunca pagaban. Era como si su condición de proveedores les concediese algún tipo de dispensa que les eximiese de pagar sus desayunos. Y él no estaba allí para servir cafés de balde.

—Tengo la cafetera apagada y sin cargar —dijo como respuesta y saludo—. Hoy vienes muy temprano.

Los ojos del representante se dirigieron hacia el testigo encendido de la máquina exprés y su mirada no pasó inadvertida al camarero que desvió la vista para continuar con la limpieza del mostrador.  El recién llegado abrió un pequeño portafolios sacando de él un manoseado catálogo y una hoja de precios que entregó al propietario del local.

—Son las tarifas para este año —explicó—. Las condiciones ya las sabes: para pedidos pequeños el pago es al contado y la entrega es una vez a la semana. El repartidor pasa los martes por esta zona pero ya sabes que, en caso de una urgencia, cargaría las cajas en el coche y podría acercarte yo mismo las botellas.  También hay una bonificación. Si pides cinco cajas te regalamos otra igual sea del vino que sea y…

—Los precios —interrumpió Venancio—. Parece que han subido y no poco, desde tu última visita.

El representante pareció no escuchar y siguió con su retahíla.

—…Y si pides 8 cajas te bonificamos con dos. O sea, un veinticinco por ciento de descuento…  Ahora tenemos una oferta. ¿Sabes? La bodega quiere introducir los vinos nuevos y  si pides…

—¡No me jodas, Sergio! —volvió a interrumpir Venancio—. Mira, tengo aquí el último listado que me trajiste y la diferencia mínima es de seis euracos por caja. ¿Te parece normal?

En esa ocasión el representante no pudo por menos que interrumpir su explicación. Enseñó las palmas de las manos en un gesto de aceptación de lo inevitable.

—Ya sabes lo que pasa, compañero. Los jodidos impuestos que no dejan títere con cabeza. Ha subido el IVA y también la tasa sobre bebidas alcohólicas y el jefe, para no perder clientela ha decidido asumir parte del gasto a costa de nuestras comisiones. De todas formas seguimos siendo los vinos más baratos del mercado. Si no quieres pagar impuestos vende agua en vez de vino y gaseosa en lugar de cerveza.

La salida del vapor de la cafetera y la inmediata entrada del quiosquero interrumpieron la conversación. Sergio estuvo tentado de pedir nuevamente un café pero ni el horno estaba para bollos ni el humor del tabernero parecían aconsejarlo.

—Miraré los precios y te llamo a mediodía. Ahora tengo que atender al caballero —miró al recién llegado—. Buenos días, Marcelino. ¿Qué se te ofrece?

—Café con churros y un chupito aguardiente pa matar el gusanillo.

Pero…

Venancio no lo escuchó. En su cabeza  resonaban las últimas palabras que había dicho el representante antes de abandonar el local. “Si no quieres pagar impuestos, vende agua”.

A mediodía el bar entraba en esa parte del día a la que los economistas llaman horas valle. Es decir, que nunca había ni dios. Miró la botella de vino que reposaba sobre una de las repisas. La había abierto esa misma mañana para servir un par de copas y la frase del representante volvió a su cabeza: “Si no quieres pagar impuestos, vende agua…”  Quizás nadie se daría cuenta. Después de todo, el mismísimo Jesucristo en las bodas de alguien, también había convertido el agua en vino. Más o menos eso era lo que él pensaba hacer. Una vez asumido de que el Vaticano aprobaría este comportamiento, sus temores se disiparon. Sin pensarlo más, agarró la botella, quitó el corcho y acercó el gollete al grifo. Al instante la botella volvió a estar tan llena como antes de abrirla. La agitó con fuerza para mezclar sus componentes y volvió a dejarla en su lugar. Un instante después, Lucía, la argentina del herbolario, entraba en el local.

—Servime un vinito, Venancio. De tapa me ponés un pinchito de tortiya.

La mano del camarero se dirigió hacia la botella que acababa de bautizar pero de inmediato cambió de opinión. Ella era una clienta habitual y se daría cuenta inmediatamente del fraude. Abrió una nueva botella y le sirvió la primera copa junto al pincho de tortilla. Para la segunda volvió a utilizar la misma botella. La tercera copa que sirvió fue de vino adulterado y en el momento de hacerlo, maldijo su mala cabeza: La tonalidad tinta habitual había pasado a convertirse en un rosado oscuro. Si el sistema funcionaba se prometió investigar con algún colorante alimentario que devolviera al vino su color habitual. De todas formas, la mirada turbia de la mujer y la mala iluminación del local colaboraban en disimular el problema. Acompañó esta última copa con una tapa de ensaladilla que sirvió mirando con un ojo la bandeja y con el otro la cara de la mujer que parecía haberse dado cuenta del engaño. Miraba el vino al trasluz, lo agitaba moviendo la copa haciendo círculos en el aire y acercándosela a la nariz para aspirar el olor de su contenido. Apuró de un trago el último sorbo haciendo un par de buches antes de tragarlo. Venancio trató de disimular sus nervios colocando la bandeja de la ensaladilla rusa en el expositor de frío.

—¿Te sirvo otro vino?

Ella pareció dudar unos instantes.

—Por favor —dijo y confirmó sus palabras con un asentimiento de cabeza—. Pero no me pongás…

El instante se le hizo eterno al camarero que dirigió su mano hacia la botella buena.

—---No me pongás de esa. Mejor servime del otro, del que parece más claro. ¿Sabés? La última copa me ha paresido delisiosa. Nada que ver con el vino que servís siempre.

Venancio dudó. Quizás no hubiera comprendido bien y agarró el cuello de la botella sin aguar.

—¡No! ¿Es que no me habés escuchado? Quiero otra copa pero que sea de la segunda boteya. Cobrámelo más caro si ese es el problema pero no voy a tomar otro vino que no sea el de antes.

—Un caldo recomendado por la dama tendré yo que probarlo. Por favor, Sírvame a mí otra copa.

Venancio se giró sobresaltado en la dirección de la que procedía la voz. El nuevo cliente debería haber entrado un instante antes y él no se había dado cuenta.

No conocía al recién llegado. Desde luego no era un cliente habitual. La mujer miró a los dos sonriendo y el camarero se percató de que la turbidez había desaparecido de sus ojos. Puso dos copas en el mostrador acompañadas nuevamente de sendas tapas de ensaladilla y se preguntó si el sabor de la mayonesa del día anterior mezclado con el vino aguado tendría alguna relación con el misterio. En cualquier caso ambas tapas quedaron intactas sobre el mostrador mientras que hombre y mujer comentaban las numerosas virtudes del tinto desvirtuado. Venancio sirvió otros dos tragos y de inmediato se percató de que no habría posibilidad de servir nuevas copas. La botella apenas tenía un dedo de contenido en su interior. Sus temores resultaron finalmente infundados cuando sus dos clientes pidieron la cuenta que pagaron sin decir un “pero” al incremento de precio de cada trago y abandonaron el local. Una vez solo, Venancio se sirvió una copa de la misma botella y concluyó que el sabor a vino aguado era tan evidente que no podía comprender que ninguno de los dos se hubiera percatado de ello. La argentina volvería al día siguiente y, seguramente pediría la misma consumición.  Estaba a punto de cerrar y no había clientes. No quería correr riesgos y pasó con dos botellas a medio llenar a la cocina. Completó con agua el contenido de la primera y cuando se disponía a hacer lo propio con la segunda, unas voces procedentes del exterior llamaron su atención. Asomó la cabeza a través de la cortinilla que separaba las dos estancias. ¿Sería posible? La argentina estaba allí con algunas personas más, que charlaban animadamente. Venancio saludó rápidamente antes de volver a cocinas. Sin andarse con tantas contemplaciones, rellenó la segunda botella que todavía contenía menos vino que la primera. Las cerró con sendos corchos recolocando las cápsulas de plástico que tenían como misión garantizar que la botella no había sido abierta. Un instante después varias copas de vino adulterado hacían las delicias de sus inesperados clientes. Pero fue la segunda botella, todavía con más agua, la que más halagos recibió.

A partir de ese día, las botellas de Venancio contenían cada vez más agua y menos vino. Tampoco resultó necesario añadir ningún tipo de colorante que disimulase el fraude. La gente parecía no enterarse, consumían cada vez más y el precio de las copas hubiera resultado excesivo incluso para un vino francés gran reserva. El minúsculo establecimiento parecía no dar más de sí ante la avalancha de clientes que cada día cruzaban sus puertas y su propietario ya hacía algunas semanas que había dejado de preguntarse dónde radicaría el misterio de tanto éxito. Cada noche, después de cerrar, rellenaba con agua las botellas que apenas contenían un culín de vino. Después las agitaba, recolocando tapones y cápsulas antes de guardarlas en el almacén. Ya no tenía necesidad de adquirir otras bebidas alcohólicas de alta graduación, ni siquiera tenía refrescos y tampoco servía los tradicionales desayunos. Quienes entraban en el bar lo hacían para lo mismo: Para tomarse varias copas de ese delicioso néctar cuyas propiedades y fama se incrementaban día a día. Los asiduos del local comenzaron a decir que esa bebida contaba con propiedades médicas cuasi milagrosas. Alguien salió en un conocido programa televisivo diciendo que, desde que acudía al bar de Venancio,  le había descendido el colesterol y su opinión se vio refrendada por un segundo entrevistado que afirmó que había sido desahuciado por los médicos a causa de un cáncer que, había combatido consumiendo dos botellas del vino mágico. La fama del bar no pasó inadvertida. Ni para el público ni para proveedores ni tampoco para el consistorio de la ciudad que decidió que un establecimiento tan boyante debería ser un buen lugar para mejorar sus menguadas arcas. El primer intento consistió en montar dotaciones de agentes en las calles aledañas. Los controles antialcohólicos que realizaban dichas patrullas no consiguieron resultado alguno para desazón del concejal de movilidad que confiaba haber encontrado un filón recaudatorio. El de hacienda no obtuvo mejores resultados. El local tributaba por módulos en relación a la superficie y al gasto energético del mismo. Venancio había disminuido al mínimo imprescindible  la potencia eléctrica contratada. Después de todo había dejado de utilizar la plancha, la cafetera eléctrica y las cámaras de frío. Fue el concejal de sanidad quien aportó la solución definitiva y una semana después dos inspectores municipales investigaban el local. Las burdas manipulaciones de las  botellas y sobre todo el análisis de su contenido que dejaba bien a las claras que lo que debía ser un vino malo, pero vino, solamente era agua buena, pero agua. El Ayuntamiento, tan poco eficiente a la hora de gestionar los problemas ciudadanos, ejecutó con efectividad germánica los trámites de cierre de seis meses y la correspondiente sanción al local. Con lo que ni alcalde ni concejales habían contado fue con la movilización mediática y ciudadana. Desde alcohólicos rehabilitados hasta enfermos  milagrosamente sanados pasando por un variopinto muestrario de especímenes humanos, comenzaron a manifestarse en las puertas del bar, en las del ayuntamiento, en las de algunas multinacionales farmacéuticas culpadas de confabular contra el modesto restaurador. Finalmente el propio alcalde tuvo que intervenir en un programa televisivo de máxima audiencia para explicar los motivos que habían conducido al cierre del bar.

Venancio vio el programa encerrado en su casa acompañado de una fuerte depresión. Cuando apagó el televisor dio la batalla por perdida. No tenía dudas de que cuando volviera a abrir, seis meses después, la moda habría pasado y se vería obligado a volver a servir desayunos con churros y tostadas con mantequilla. Casi llorando se puso el pijama. Fue cuando se iba a sentar sobre el retrete cuando escuchó el telefonillo de su casa. “Alguna equivocación” —pensó— y se dispuso a continuar con su intención primera. El telefonillo volvió a sonar.

—¿Sí? —contestó al auricular seguro de que solamente se trataba de una equivocación —. ¿Quién es?

—¿Venancio? —La voz le sonó extrañamente familiar—. ¿Podés abrime? Soy yo, Lucía, la mina del herbolario. Quisiera platicar con vos porque tengo algo que proponeros. ¿Me abrís?

De manera casi mecánica, Venancio pulsó el botón de apertura. De inmediato se dio cuenta de que estaba en pijama y apenas tuvo tiempo de vestirse con un pantalón y la primera camisa que encontró. Abrió la ventana con la esperanza de que el aire de la noche se llevara el olor a tabaco pero no tuvo tiempo de recoger los restos de patatas fritas y la botella de ginebra que le habían acompañado durante la emisión del programa. Un instante después la mujer, de pie en el comedor,  hablaba sin parar explicándole las razones de su visita.

—¿Lográs entenderlo? Yo lo vi claro en cuanto escuché hablar al político hace un ratito. Vos tenés un poder innato. ¿Sabés lo que es la homeopatía?

Él no lo sabía y negó con la cabeza. Ella tomó asiento antes de volver a hablar.

—“Similia similibus curantor” ¿Entendés? Lo dijo Samuel Hahnemann hace más de doscientos años. Lo similar cura lo similar. Sin vos saberlo tenés esas manos mágicas capases de convertir una mescla de agua y vino en un poderoso medicamento sanador. Quizás lo hagás de manera intuitiva pero el poder, estate seguro, ese poder lo tenés. De ahí que unas gotas de vino en el agua concentren todo el sabor de las uvas, toda la energía de la tierra en la que crecieron, todo el poder del sol que las nutrió: Aire, agua, tierra y fuego enserrados en una miserable boteya de vidrio en una mescla maraviyosa a la que vos habéis añadido el alma. Lo dijo el dostor Hahnemann. “A mayor dilusión mayor poder sanador de la mescla”. ¿Entendés? —la voz acelerada de la mujer apenas hacía comprensible lo que ella decía—. El mundo os estará agradesido por vuestro aporte al bienestar de la espesie humana.

Venancio negó con la cabeza.

—No sé. Quizás tengas razón pero ahora es demasiado tarde. El bar ha sido clausurado durante seis meses y si los inspectores vuelven a denunciarme, el cierre será definitivo.

——¡El bar! —dijo la argentina con aire exasperado— ¿Quién está pensando en el maldito bar? Mirá, os propongo un acuerdo. Dejá ese boliche que solamente da mucho laburo y poca guita y elaborá para mi establecimiento ese maraviyoso elixir sanador. ¿Sabés? Para eso no necesitás permisos, ni lisensias. Todo es natural, produsto ecológico. ¿Quién va a dudar de algo que nos ofrece en su generosidad la Pachamama? Vos fabricás el medicamento, yo lo etiqueto y lo vendo bajo mi propia marca a un presio diez veces más alto del que cobrás ahora por los tragos. En la etiqueta pondremos algo del tipo “Compuesto homeopático natural de extracto fermentado diluido de Vitis vinífera”.

 

Venancio miró la última caja que tenía previsto entregar esa misma tarde. Acercó al grifo la botella, prácticamente llena, que tenía en sus manos. Sería la que completase la docena. Abrió el grifo y la desilusión se pintó en su cara.

—¡Joder! —gritó—. ¡Han cortado el agua!  La caja incompleta y el encargado de la argentina a punto de llegar para llevarse el pedido.

No lo pensó dos veces. Bajó al almacén y buscó una botella de vino sin abrir. Con la ayuda de un embudo completó el líquido que faltaba. Satisfecho y esperando que nadie se diera cuenta del engaño, cerró la botella con un tapón,  y le puso la etiqueta autoadhesiva antes de guardarla en la caja.