lunes, 24 de diciembre de 2012

LA MUÑECA

Recibió su tesoro cuando cumplió tres años de edad y desde entonces, habían sido amigas inseparables. Una muñeca de cara redonda y morena con el cabello siempre despeinado y dos enormes chapetes colorados en sus mejillas. Su boca entreabierta con un agujero redondo por el que tomaba su biberón de agua. Un cuerpo de goma dentro del cual un pequeño conducto permitía que el agua bebida saliese al exterior mojando un pañal de tela cada vez que alguien hacía presión en la barriguita del muñeco. De aquí le venía el nombre con el que su dueña, su amiga, le había bautizado. Chispipí la había acompañado en sus sueños, en el primer día de jardín de infancia y también en sus vacaciones. Después cuando empezaron los dolores, hacía ya 5 años, el pequeño Chispi también había ido con ella al médico. Y cuando le sacaron sangre y ella empezó a llorar, el agradable abrazo del muñeco había sido la solución para tranquilizarla. Luego fue con ella al hospital y, aunque en la habitación estaban otros niños, para sus conversaciones, sus secretos, siempre estaba cerca la oreja del muñeco. A él se lo había contado todo. “Chispi, no te preocupes, me han dicho que estoy creciendo y por eso me duele la pierna”. “Chispi, mañana me van a hacer una foto de la pierna. Pero por dentro, me han dicho que no duele y que así se verán mis huesos”. “Chispi, tenemos que ir al hospital. Para saber lo que tengo me tienen que meter en una máquina que hace ruidos raros pero no me voy a asustar porque te dejarán estar fuera esperándome”. “Chispi, nos tenemos que quedar aquí, han hablado con papá y con mamá. Mamá me lo ha dicho sonriendo pero yo me he dado cuenta de que ella estaba triste y había llorado. Chispi, creo que me voy a morir, la pierna me duele cada vez más…”
Luego, tras la hospitalización vinieron más pruebas, más análisis, siempre con una aguja clavada en el brazo conectada a la botella de suero. Apenas tenía hambre y todo lo que comía, aunque fueran cosas ricas, lo vomitaba. No entendía por qué pero su pelo también empezó a caerse. Celebró así su cumpleaños en tres ocasiones y cada vez se encontraba peor. Su mamá siempre a los pies de la cama, hablando bajito cuando ella creía que no la oía. Así se había enterado de muchas cosas. Tenía una enfermedad bastante grave que le estaba  llenando el cuerpo de bultitos. Los médicos estaban intentando curar y muchas de las cosas que le pasaban era por culpa de las medicinas que le estaban dando, como la pérdida del pelo o las ganas de vomitar. Aquel día se encontraba bastante mal. Ya hacía mucho tiempo que no se levantaba de la cama y le habían puesto una mascarilla en la cara para que pudiese respirar. Sabía que al día siguiente, sería Navidad pero eso le importaba muy poco. Ya casi no podía hablar y estaba sola en la habitación. Mamá había salido llorando después de que el médico hablase con ella. “No hay esperanzas y la niña no llegará a mañana, lo siento.” Sintió frío y pudo oir la puerta al abrirse. Era mamá que le colocaba las sábanas. “Mami, ¿dónde está Chispi? Preguntó. No escuchó la respuesta pero de inmediato sintió un beso y el cuerpo de su pequeño muñeco junto a ella. Giró la cabeza para mirarle pero solamente intuyó su cara borrosa destacada sobre la almohada. Se abrazó, con suavidad a él y, como siempre, empezó a hablarle, casi en un susurro.

-      ¿Sabes Chispi? Creo que me voy a morir esta noche. Pero no te preocupes, me acordaré siempre de ti. Chispi, tú has sido mi mejor amigo y te voy a echar mucho de menos. No sé si en el Cielo habrá muñecos pero ninguno será tan bonito como tú…”

Fue entonces cuando, del muñeco, pareció desprenderse una oleada de calor. El brillo que inundó la habitación solamente fue percibido por ella. ¿Era posible que su mamá no se hubiese enterado de nada? Con el calor, notó que sus fuerzas aumentaban y de inmediato, comenzó a sentirse mejor. Tanto como para poder dormir hasta que los rayos de sol de una mañana de Navidad, incidieron sobre su cara. Miró a su mamá y a la enfermera y les dedicó una amplia sonrisa. “Tengo hambre”, dijo.
         Mientras esperaba el desayuno, miró la cara del muñeco y comprobó que algo había sucedido. Apenas tenía pelo y el sonrosado de sus mejillas había cambiado por un amarillo sucio. También la goma estaba distinta. Dura por unos sitios y llena de bultitos blandos por otros. La pierna se le había deformado. Chispi, ¿qué te pasa? ¿Te has puesto malito? No te preocupes, yo te voy a curar. Mira, aquí tengo tu “bibe”. Tómatelo todo y verás como te encuentras mejor…”
Aplicó el biberón a la boca del muñeco e intentó apretar pero dejó de hacerlo cuando el agua empezó a salir por la pequeña boca…
Los días siguientes fueron llenos de actividad. Pruebas continuas, análisis y radiografías de todo tipo. Nadie sabía la razón pero la enfermedad había desaparecido sin dejar rastro de ella. Algún diario se hizo eco del caso. “Milagro de Navidad” era el titular pero pronto todo se olvidó y la tranquilidad volvió a la habitación del hospital.
         Pero Chispi seguía estropeándose por momentos. “Mami, ¿le puedes colocar la pierna a Chispi? Es que se le ha caído…”

Y llegó el gran día. 5 de enero, noche de Reyes. Los médicos le habían prometido que pronto volvería a casa. Al día siguiente papi se presentó con un hermoso paquete. “Reinita, los reyes te han dejado esto en casa”, le dijo con una amplia sonrisa. Abrió el paquete. Era el último modelo de mini consola portátil, con pantalla de alta definición y un montón de juegos. Pegó un grito de alegría y tras dar dos besos a sus padres se puso a investigar el regalo casi inmediatamente.
Salió del hospital con la mirada puesta en la pantalla intentando que la princesa escapase de las garras de su enemigo el dragón gracias al poder de las esmeraldas mágicas que había obtenido jugando la pantallita anterior. Mientras tanto, en la papelera de una de las habitaciones del hospital, un pequeño y deforme muñeco esperaba, con una lágrima en sus ojos, a ser recogido por el personal del servicio de limpiezas.
        

martes, 18 de diciembre de 2012

PANOCHA

La calle Preciados, en pleno centro de Madrid, es siempre un hervidero de gente. Gente de todas las razas, gente de todas las categorías sociales, pertenecientes a todas las tribus urbanas. Si nos detenemos un momento y miramos a nuestro alrededor, al principio no podremos diferenciar sino una inmensa masa que se mueve de manera indefinida, de manera similar a las hormigas en la proximidad del hormiguero. Imaginemos una enorme mesa de billar en la que hubiera un sinfín de bolas que la  recorrieran sin parar un solo instante, deprisa unas, más lentamente otras, ésta de aquí chocando contra una banda para rebotar en la dirección opuesta mientras que la de más allá está detenida a la espera de que alguna choque con ella para comunicarle su inercia e imprimirle un rápido movimiento mientras las demás parecen indiferentes a cada una de las bolas que las rodean. Imaginemos por un momento que fuéramos capaces de congelar la acción para poder individualizar cada bola, no, cada persona. El tiempo se ha detenido y ahora podemos analizar la calle como si se tratara de una instantánea capturada  por la cámara de un fotógrafo. Podremos aislar cada uno de los elementos que antes eran partes integrantes de un todo.
         Vemos, en el centro de la calle, una gran masa de individuos más o menos distintos pero con una característica común: Todos parecen llevar mucha prisa, caminan mirando al frente, algunas veces se paran para mirar  un escaparate o para entrar en algún comercio. Su trayectoria se inicia en la plaza de Callao para terminar en la Puerta  del Sol o viceversa. Otros toman calles colaterales, pero son los menos. su mirada, ya hemos dicho, siempre puesta al frente. Parecen indiferentes a los demás seres humanos que les rodean. El segundo grupo de individuos que se muestran a los ojos del observador, parecen no tener tanta prisa. Permanecen durante horas en una situación más o menos fija. También ocupan la parte central de la calle pero, desde su posición inicial solamente se desplazan unos cuantos metros en su derredor. Visten mucho peor que los del primer grupo y su ocupación principal es solicitar unas monedas a cambio de, unas veces una canción, las otras ejerciendo de estatua humana, recitando poesías, volando malabares o, sencillamente, inspirando compasión.
         Panocha pertenece a estos últimos. Es una criatura propia de la gran ciudad. Niños como él podremos encontrarlos en todas las grandes urbes. Panocha tiene unos doce años, demasiado pequeño para conocer como un adulto todas las miserias humanas, esto forja un carácter introvertido que se asoma al exterior en una mirada baja y desconfiada. Su talle es corto para esos doce años y su aspecto regordete denuncia que, al menos, el trato recibido por parte de su abuela, con la que vive, es incluso mejor de lo que pudiéramos suponer. Como consecuencia de la muerte de su padre, primero, y la fuga de su madre después, Panocha pasó a la tutela de su abuela, una mujer que en toda su vida no había hecho sino trabajar de sol a sol en la venta ambulante de frutas en ferias y mercados y sufrir los malos tratos de un marido alcohólico y unos hijos rebeldes de los cuales no pudo hacer carrera. Cuando Panocha se quedó definitivamente en su casa, recibió del niño todo el cariño que la vida le había negado hasta entonces. A los siete años le matriculó en un instituto próximo a su domicilio al que le iba a llevar y a traer todos los días. El niño, rebelde al principio aprovechaba el menor descuido de su abuela para hacer novillos y marcharse a jugar junto a las vías del tren en las proximidades del Ramón y Cajal. Le encantaba colocar cualquier objeto metálico sobre la vía, esperar que pasase “el cercanías” y recoger el objeto aplastado que pasaba a formar parte de su colección. A Panocha le fascinaban los trenes y soñaba con verse al mando de una moderna locomotora del TALGO. Cuando se enteró que nunca podría ver su sueño hecho realidad si no completaba sus estudios, dejó de faltar al colegio y esto supuso un descanso para la buena mujer que vio que el niño se encauzaba en una dirección correcta. Cuando Panocha salía de clase, a las tres de la tarde, se encaminaba ya solo a su casa. Su abuela nunca estaba a esas horas y era la vecina de enfrente quien le abría la puerta. Panocha encontraba la comida, siempre fría, encima de la mesa y después de comer se colaba en la estación de metro de Valdeacederas para terminar exhibiendo su arte en la calle de Preciados en la confluencia con Mesonero Romanos.

         Panocha solamente tenía un juguete, la exigua economía de su abuela tampoco daba para más. El juguete consistía en un palo del que colgaba en un extremo un cordel de bramante de un par de metros de longitud al final del cual se enganchaba una bola de madera decorada con purpurina de colores. Dicha bola, del tamaño de una pelota de tenis, tenía un agujero en la parte opuesta a donde se enganchaba la cuerda. El arte de Panocha consistía en lanzar la bola a lo alto, luego pegaba un tirón seco del palo y la bola quedaba unida por el agujero al extremo de éste como atraída por un imán. Panocha no recordaba cuando había sido la última vez que falló el lanzamiento. Con el tiempo había conseguido alcanzar una notable habilidad y contaba en su representación un abundante repertorio de variaciones, haciendo girar la bola en horizontal o vertical alrededor del palo o de sí mismo. haciéndola rebotar en el suelo o en una pared cercana antes del acoplamiento. Logró hacerlo incluso con los ojos cerrados. El público rodeaba, curioso, al niño observando cada truco y aplaudiendo la ejecución. Luego al final le tiraban algunas monedas que Panocha recogía rápidamente. Después, ya en su casa, reparaba con mimo todos los arañazos y golpes que la brillante pelota hubiera recibido volviéndola a dejar impecable para la siguiente representación. El “bolinche”, así lo llamaba, era su único juguete y ejecutando su arte, Panocha se sentía realmente importante.
         Aquel día Panocha recogió, como de costumbre las monedas con que su público le había recompensado, no más allá de unos tres o cuatro euros. Entonces se fijó en una niña, no mayor que él que le había estado observando maravillada. La niña, apuntándole con su manita, susurró algo imperceptible al oído de la señora que le acompañaba. La señora se dirigió al muchacho:
‑Es muy bonito tu juguete. ¿Dónde lo has comprado?
‑No lo sé –respondió el aludido‑ lo tengo desde hace mucho tiempo.
‑Mira, a mi hija le ha gustado tu juguete, ¿porqué no me lo vendes? Te daría más dinero del que sacas pidiendo.
‑Es que yo no estoy pidiendo ‑ontestó el niño bajando la mirada‑.
‑No mientas, he visto como recogías las monedas que te arrojaban.
‑Ya, pero yo no lo hago por dinero… Solo que me gusta que me vean y me aplaudan.
‑Mira, te hago un trato –insistió la mujer‑, te doy… ¿te parecen bien cuarenta euros?
‑Es que no necesito tanto dinero –aclaró el niño deseando que la conversación terminara cuanto antes‑.
‑Bueno, ‑replicó la mujer visiblemente contrariada‑. ¿Y si además te regalo esta “Nintendo”? Mi hija apenas juega con ella. Mira que bonita es, tiene la pantalla de colores. Seguro que ninguno de tus amigos tiene una igual…
Panocha retiró suavemente la mano que le instaba a coger el juguete mientras negaba con la cabeza. Su interlocutura que no esperaba esta respuesta le miró confusa.
‑Pero… ¿por qué?
‑Es que yo… sí  juego con mi bolinche, además con eso nadie me miraría aunque lo hiciera muy bien y además mi bolinche no gasta pilas y si llego a casa con ese juguete tan bonito igual mi abuela se cree que lo he robado y seguro que me iba a castigar, además…
‑¡Basta ya de “ademáses”! ‑la paciencia y la argumentación de la señora se habían derrumbado bajo los argumentos del pequeño‑. ¡Eres…eres un…!
Agarró a la niña de la mano que de repente rompió en un desconsolado llanto mientras Panocha observaba como se alejaban. Panocha no estaba preparado para ver llorar a la niña y sintió como se le encogía el estómago. No se habrían alejado una veintena de metros cuando el niño salió corriendo hacia ellas. Se les acercó por la espalda y tocó con su mano el hombro de la chiquilla que se volvió sobresaltada.
‑Toma, para ti, te lo regalo. Pero no llores...
Panocha se dio la vuelta y salió corriendo, como si tuviera miedo de arrepentirse, una vez que la pequeña mano de la asombrada niña hubiera agarrado el preciado juguete.
‑Pero… ‑replicó la no menos asombrada madre‑ ¡espera, no te vayas! ¡Coge al menos el dinero! Nena, dile gracias…
Pero Panocha no escuchó nada. Siguió corriendo y cuando creyó haberse alejado bastante se dio la vuelta para observar como su juguete se movía torpe en las manos de su nueva dueña.

A la mañana siguiente los empleados del servicio municipal de limpieza del Ayuntamiento no repararon que, en una papelera de la Puerta del Sol, perdido entre papeles, cartones y vasos de plástico había un palo de cuyo extremo pendía un cordel al final del cual se enganchaba una pelota pintada cuidadosamente de purpurina.  

 

martes, 11 de diciembre de 2012

Barrendero de Navidad

Barrendero de Navidad.

Empujó el carro hasta la siguiente esquina y continuó su trabajo maldiciendo entre dientes. Odiaba esas fiestas que solamente significaban más gastos y, sobre todo, mucho más trabajo. Como todos los años se había gastado más de lo que su sueldo recomendaba en lotería y, como todos los años, había vuelto a perder. Jugaba siempre su terminación favorita, en siete y, una vez más, la suerte había caído en un pequeño pueblo manchego del que nunca había oído hablar. Odiaba ver a los nuevos ricos brindando en el bar de la plaza ante las cámaras de la televisión. Pero eso fue ayer. Si hubiera sido él el premiado, ahora no estaría barriendo la maldita porquería a las dos de la mañana de una madrugada desierta en vísperas de Nochebuena. Miró hacia el fondo de la calle atraída su atención por el monótono canturrear de un borracho que llegaba en dirección a él dando tumbos entre los vehículos aparcados a ambos lados de la calle. El hombre parecía feliz a pesar de lo que era. Un puto y jodido mendigo con la cara sucia, las ropas raídas y con una botella de vino casi vacía en la mano. Odiaba a esa gente, pensó. Bueno, a decir verdad, odiaba a todo el mundo. Odiaba a sus padres, a su mujer y a sus hijos que solamente sabían comer dormir y cagar. El borracho ya estaba a su lado y sonrió mientras levantaba la botella en un ridículo brindis. “¡Salud colega, y Feliz Navidad!”-, dijo con la voz pastosa por el alcohol. “Yo no soy el colega de ningún hijoputa borracho”, le contestó él mientras apoyaba una mano en el escobón y la otra en el carro de las basuras. Su actitud, inequívocamente retadora en ademán de interrumpir el paso al borracho. El otro le miró seriamente. “No hay problema, colega, ya me abro por la otra calle”.
-         ¡Te he dicho que no soy el colega de ningún hijoputa borracho!, -le contestó, mientras dejaba caer el enorme cepillo al suelo.
-         Oye, que no quiero problemas. Estamos en Navidad y…
-         ¡Me cago en la puta Navidad! ¡Me cago en tus muertos y me cago en ti!

Pegó un empujón al hombre que dejó caer la botella al suelo.
¡Imbécil! ¡Mira esa botella rota! ¡Borracho de mierda! Vas a recoger esos cristales si no quieres que te rompa el alma.
Yo… lo siento. Me empujaste y… No pasa nada, colega, déjame la escoba que yo te ayudo…
¡Te dije que no soy tu colega. La ira se le había desbordado. Golpeó con furia al borracho en la cara que cayó sobre la mezcla de vino y cristales rotos. ¡Te he dicho que no soy el puto colega de ningún puto borracho, -continuó mientras pateaba el cuerpo del hombre que, encogido en el suelo trataba inútilmente de  protegerse de los golpes de su agresor. Luego se cansó cuando el hombre dejó de moverse dejándole  tirado en medio de la calle. No había testigos y si ese gilipollas moría, le habría hecho un favor. Mañana la prensa dirá que un mendigo ha sido atacado por una banda de rapados. No le importaba. Recogió el escobón y empujó el carro sin detenerse ni mirar atrás hasta cruzar dos calles y entrar por la tercera a unos cientos de metros donde había tenido lugar la pelea. Después oyó unas sirenas, policía o ambulancia, que anunciaban que ya habría sido encontrado el infeliz. Le daba igual. A él todavía le quedaban algunas calles por barrer y era poco probable que el inspector de limpiezas pasase aquella noche por allí. Un barrio de las afueras lejos del centro. Sin tiendas, turistas ni luces de colores. Eran poco más de las tres de la mañana y a las cuatro terminaba su turno. El tiempo justo para barrer esa calle y dirigirse con sus cubos hasta el camión que le esperaría unas calles más abajo. Siguió con el barrido ignorando la suciedad que quedaba entre los coches aparcados. Escuchando el monótono “ris-ras” de su cepillo al pasar sobre el asfaltado de la vía tenuemente iluminada por la luz de una luna llena que se destacaba sobre el cielo. Entonces fue cuando su atención volvió a alejarse del maldito ris-ras. Una pequeña figurilla, de esas de los belenes, destacaba con nitidez en medio de la suciedad arrastrada por las cerdas de su escobón. Se agachó para mirarla más de cerca. Efectivamente, una figurita de terracota que representaba una vieja barriendo. Incluso él se percató de que su estilo no era el habitual. A pesar de su tamaño, no mayor que la palma de una mano, sus detalles destacaban por su perfección. Las manos huesudas empuñando el palo, sus ropas negras y el mandil blanco, su pelo cano enmarcando una cara sucia, con la boca entreabierta dejando asomar unos pequeñísimos dientes. Pero lo que más llamó su atención fue la profundidad de su mirada. El artista no se había limitado a pintar los ojos sobre la cara. Había incrustado dos pequeñas piezas de nácar a las que había adherido dos minúsculas motas de algo que podría ser ébano. De esta manera los ojos de la vieja barrendera parecían tener vida propia. Mientras la miraba, a la luz de la luna llena, hubiera jurado que la vieja le sonreía. Conocía a un anticuario en la zona de Lavapiés, cerca del rastro, que en alguna ocasión le había dicho que si encontraba alguna cosa que pudiera considerar de valor entre las basuras, no dudase en  enseñársela. Él se la tasaría y es probable que ganase algún dinero. En dos ocasiones le había llevado unos viejos muebles pero carecían de valor. De todas formas, había recibido un par de billetes por la molestia. En esta ocasión parecía distinto pues la pequeña figurilla era, evidentemente valiosa. Se la metió en un bolsillo. Quizás el viejo no estuviera en la tienda mañana pero, después de Navidad iría a verle con su pequeño tesoro.
            Estuvo puntual como siempre, para cuando llegase el gigantesco camión que recopilaba los cubos repletos de tierra, papeles y vidrios. Saludó al conductor sin prestarle apenas  atención.  “Ha habido jaleo en la zona. Un borracho ha sido apaleado y muerto por los rapados. Una paliza brutal”, le dijo. “No te enteraste de nada? ,-continuó-, fue en tu zona...” Él se limitó a responder con un “estaría barriendo otra calle”. Luego encogió los hombros en ademán de indiferencia y se calló. El conductor arrancó el vehículo que se perdió en la oscuridad de la noche.
Llegó a casa casi a las seis de la mañana. Al abrir la puerta, como siempre, la luz de la cocina estaba ya encendida. Su mujer le preparaba una cena caliente antes de acostarse y de  partir a su trabajo como dependienta en unos grandes almacenes. Ella le miró en un intento de encontrar la palabra amable que hacía años había perdido. “Cariño, ayer los niños colocaron el Belén y esperaban que les pusieras hoy las luces. Están muy ilusionados. Ya lo tienen todo colocado y…
Él no hizo caso de la conversación. “Mierda para el Belén, mierda para los niños y mierda para ti”, contestó mientras engullía un pedazo de chorizo frito. Déjame en paz con tus belenes y ya le puedes decir a los mocosos que se estén callados. Tengo sueño y quiero dormir…
-         Les iba a llevar a casa de mi madre, replicó ella sin ganas de una discusión que podría terminar a bofetadas. Cenaremos allí esta noche, continuó. Si quieres te voy a buscar cuando salgas…
-         No quiero nada. Solamente quiero dormir sin que me molestes. Vete a donde te de la gana…
Ella no replicó. Rápidamente limpió y recogió los platos mientras él se dirigía a la habitación. Pasó al baño y se quitó los pantalones antes de orinar. También se quitó la camisa y la chaqueta de su mono de trabajo que dejó tirada junto a la bañera. Entonces recordó la pequeña figura que había encontrado aquella noche. Continuaba en el bolsillo de su pantalón. A la luz de las bombillas la mirada de la vieja parecía todavía más real.  Se dirigió a la habitación. Encima de la mesilla estaba toda la tira de boletos del sorteo de Navidad. En caso de haber sido premiado hubiera ganado dos millones de euros que le hubieran permitido vivir sin trabajar el resto de su vida. Colocó la figura sobre los billetes. Bajó la persiana casi del todo hasta que solamente un rayo de luz de luna penetró a través de los cristales iluminando la vieja barrendera haciendo que su figura alargada se proyectase sobre los inservibles boletos de lotería. Un minuto después dormía con la mirada de la vieja entremezclándose con sus sueños.

No supo cuanto tiempo había pasado pero se despertó con el ris-ras del cepillo resonándole en sus oídos. Miró hacia la ventana. Por la luz que entraba supo que ya era completamente de día. Se frotó los ojos para desperezarse pero el maldito ris-ras no desapareció. Lo escuchaba nítidamente, como si el cepillo estuviera allí mismo barriendo la calle. Miró alrededor y la habitación estaba desierta. Notó una extraña calma solamente interrumpida por el ruido del cepillo. Pero allí no había nadie. El sonido parecía proceder de la mesilla. Miró en esa dirección y su sangre pareció helársele en las venas. La figura de la vieja había adquirido vida propia y estaba barriendo la superficie de los billetes no premiados. Pensó que seguía dormido. Se levantó y encendió la radio que en esos momentos emitía un popular villancico. La vieja, indiferente a todo, continuaba su barrer incesante y de pronto supo que no era un sueño. El milagro se estaba produciendo. Cada vez que la vieja pasaba la escoba por los números impresos de los billetes, la tinta de éstos parecía disolverse, transformando cada billete que barría, en un número distinto. Lo identificó de inmediato. Era el que la suerte había querido que resultase agraciado con el premio mayor de aquel año. Volvió a mirar, hipnotizado, el barrer de la vieja, el monótono y repetitivo ris-ras que modificaba cada billete inútil en un billete lleno de valor. La vieja ya había cambiado nueve billetes y estaba barriendo el último. Él, sentado sobre la cama, la dejaba hacer. Cuando ella finalizó volvió a la misma posición inerte en la que la había encontrado.  Acercó la mano temblorosa a los billetes de lotería. Estaba claro que el número había cambiado y que el nuevo billete transformado por la escoba de la vieja estaba premiado. Premiado con dos millones de euros. Levantó la figurita con cuidado. Todavía no esta seguro de que todo hubiera sido un sueño. Con la figura en la mano se dirigió hacia la ventana para abrirla. Subió la persiana y la luz del sol de invierno inundó la habitación. Sintió el aire frío sobre su cuerpo pero la sensación de vida le resultó agradable. El ruido de la calle era evidente. Bajaría de inmediato al banco e ingresaría el premio. No quería que nada pasase. Se sentó sobre el borde de la cama para empezar a vestirse. Todavía tenía la figura entre sus dedos. Miró los ojos brillantes. “Buen trabajo, vieja”, musitó entre dientes. Fue entonces cuando la figura volvió a moverse entres sus dedos. “Mi trabajo, mi trabajo, todavía no está terminado”. La figurita pronunció estas palabras mientras caía al suelo. Él se echó  hacia atrás y sus manos aferraron la almohada. Sus ojos se desorbitaron cuando vieron que la vieja se levantaba del suelo y saltaba hacia su cuerpo. Fue como si le hubiera golpeado un mazo que le derribara sobre la cama. Cayó hacia atrás y la figura se colocó encima de él mientras una carcajada helada retumbaba en sus oídos llegando hasta lo más profundo de su cabeza. Intentó levantarse pero el peso de la barrendera se lo impedía.  Quiso quitarse la figura de encima pero al agarrarla su mano se retiró como si su atacante estuviera hecha de ardiente plomo fundido. La vieja empezó a barrer sobre su pecho y volvió a sonar el maldito ris-ras. Gritó  una, dos veces y su voz sonó apagada. Supo que nadie le oiría. La vieja seguía barriendo: ¡Ris-ras, ris-ras! Justo sobre su corazón. Entonces comprendió. La maldita bruja, con su escoba le estaba barriendo la sangre de las venas y, supo que iba a morir...

- Infarto de miocardio, lo siento, dijo el doctor responsable del servicio de urgencias.  Debió ser esta mañana, a eso de las doce pero la autopsia lo confirmará. Señora, lo siento, repitió. Si puedo hacer algo por usted…
- No lo sienta. Era una bestia que nos maltrataba. No soltaré ni una lágrima por él. Para nosotros ha sido un alivio.
El médico se encogió de hombros sin saber qué decir. Pocas veces había recibido una respuesta tan sincera, tan llena de liberación. Recogió su maletín mientras que el juez de guardia levantaba acta de la defunción. Se sentó en una silla junto a la mesilla de noche. Su mirada se desvió hacia ésta y hacia los billetes que en ella estaban. No estaba seguro pero ese número le resultaba demasiado familiar.
            Señora, tiene usted aquí unos billetes de lotería. ¿Los ha comprobado?
No, no los he mirado. Mi marido era muy aficionado al juego. Pero… ¿Qué está mirando?
Nada, contestó él. Esa figurita. Parece sacada de un Nacimiento. ¿Me permite que la coja? Es terracota pero está muy bien elaborada. Tiene una mirada extraña que parece darle vida. Es un hombre. Un borracho, diría yo. En sus manos parece llevar una botella de vino…