sábado, 27 de octubre de 2012

Cuento de halloween

Asesinato En Halloween.
Dedicado, con cariño, a todos los integrantes de www.mundoliliput.com
Los doce se hallaban sentados alrededor de una mesa ovalada. El que ocupaba la cabecera y que parecía ser el jefe, fue el primero en hablar.        ‑Señores de este honorable consejo de estudios. Gracias por asistir a esta junta extraordinaria pero creo que el caso es lo suficientemente grave como para haberla convocado. Todos ustedes conocen la realidad. Nuestra situación en las aulas resulta insostenible. Los alumnos están cada vez peor educados, cada vez más consentidos.  Sufrimos agresiones diarias, las faltas de respeto son intolerables. No contamos con el apoyo de los padres ni del Ministerio. Un discurso políticamente correcto, impide que castiguemos con la severidad necesaria las faltas al orden. Todos los aquí presentes hemos sufrido en algún momento graves agresiones por parte de algunos alumnos y nuestros intentos de denuncia han sido siempre infructuosos.  Ahora, uno de nosotros, expondrá el motivo que le ha traído hasta este lugar. Escucharemos este suceso y tomaremos nuestra decisión. Hemos sido víctimas, ahora somos jueces y, llegado el caso, seremos verdugos. Nuestra compañera Inés, profesora de filosofía será quien nos exponga la última y gravísima agresión sufrida
            Se levantó una joven de unos treinta años. No demasiado alta pero morena y atractiva. Sus ojos, ocultos tras unas gafas oscuras que no lograban ocultar unas profundas ojeras que evidenciaban muchas noches sin dormir. Bebió un sorbo de agua, tragó saliva y comenzó su relato:        ‑Sucedió hace seis semanas. Había terminado las clases, ese día tuve seminario y salí más tarde. Por la mañana había expulsado a ese chico, todos ustedes saben quién es. Un joven de dieciséis años. Sus padres son una familia acomodada y el chico gasta más dinero en un fin de semana que el que podemos ganar nosotros en un mes. Todos hemos padecido a este joven. Ese día salió a la pizarra. Le formulé una pregunta, no recuerdo sobre qué. Su respuesta me dejó helada.
            ‑ ¿Qué fue lo que le contestó el chico? –preguntó uno de los profesores.
            ‑Lo recuerdo bien. Una grosería que el respeto a este claustro me impide repetir.
            ‑Es importante, Inés. Sabemos que no es fácil pero, si tenemos que tomar una decisión transcendental para todos nosotros, debemos contar con la información completa. Continúe, se lo ruego.
            ‑Está bien –respondió la aludida‑, el chico me miró a los ojos y dio dos pasos hacia mi. Yo mantuve su mirada a pesar del nerviosismo que me atenazaba. De un rápido movimiento me puso su mano en el pecho, tiró de mi blusa arrancándome los botones. ¡Puta! –gritó, ¿Por qué no me la chupas a ver si así aprendo algo?  Salí corriendo de la clase entre una algarabía de gritos y risas. Estuve toda la mañana llorando. Luego, por la tarde vino lo peor. Él me estaba esperando cerca de mi casa. No se, creo que me siguió. Estaba allí con otro amigo. Me hicieron subir a un vehículo.Tuve que masturbarles mientras era vejada en lo más íntimo de mi ser. Luego me dejaron medio desnuda en la calle. Presenté denuncia pero no sirvió de nada. Sus padres juraron que el chico esa tarde estaba con ellos y no había salido de casa. Ellos me denunciaron por acoso a un menor. El Ministerio me ha abierto un expediente y en estos momentos estoy a la espera de juicio.
            ‑Bien, conocemos los hechos… ¿Cuál es el veredicto?
Fueron doce los votos, los doce de culpabilidad. Todos los componentes de la mesa se ofrecieron como ejecutores de la sentencia. Todos ellos, habían sufrido en alguna ocasión la brutalidad del adolescente. El director del centro volvió a tomar la palabra.
            ‑Así pues la sentencia está acordada, pero ¿todos ustedes tienen claro la responsabilidad que asumen como ejecutores? Si el autor es descubierto por la policía y declarado culpable, pasará al menos veinte años de cárcel. Pérdida de la profesión, de la familia y amigos. Después…
            ‑Quiero hacerlo ‑interrumpió Inés‑. Llevo, en este colegio cinco años como profesora, y, desde hace tres tengo la sensación de estar ya condenada a prisión. Ese chico, ese bárbaro me ha violado una vez y ha salido indemne  ¿Quién me garantiza que pasado mañana no vuelva a pasar lo mismo? Alguno de ustedes ha sufrido su vandalismo. Les han pinchado las ruedas de sus vehículos, les han roto las ventanas de sus casas. Están sufriendo llamadas y amenazas telefónicas. Compañeros… Si esto no es una cárcel, se le parece bastante. Mi agresión ha sido la última y ha sido la más grave. Ruego a este Claustro, me conceda el privilegio de llevar a cabo la sentencia.

            Decidió esa noche como la mejor para llevar a cabo sus planes. Noche de fiesta gracias a la globalización que había traído entre otras cosas fiestas ajenas a la tradición. El Halloween se había implantado cada vez con más fuerza. Máscaras, esqueletos, calabazas y velas de colores habían tomado la noche de ese primer día. A Inés no le resultó difícil conocer los planes del reo. Esa noche iría a celebrar un baile de muertos a una de las discotecas de moda. Ir disfrazada dificultaría ser reconocida en caso de que la policía tuviese sospechas. Buscó un traje que ocultase sus formas femeninas. ¿Qué mejor que el de la propia Muerte? Se puso el manto pardo y una careta de látex. Antes de salir de la vivienda se miró al espejo para comprobar que era absolutamente irreconocible.  Debajo de aquel manto que le tapaba hasta los pies, nadie podría diferenciar a un hombre de una mujer. Debajo del manto, ocultaba dos cosas. La primera un pequeño revólver calibre 22 que no le había sido difícil conseguir tras unas pesquisas en los bajos fondos de la ciudad. La segunda, era su plan de huida . Una vez disparada una de las cinco balas que contenía el arma, huiría en dirección al tumulto. Contaba con que el factor sorpresa le diera unos segundos de ventaja sobre sus seguidores. La detonación pasaría inadvertida entre los cientos de petardos estallados en esa noche. Después se ocultaría entre la muchedumbre. Se libraría del manto y de la careta de látex. Sus manos enguantadas no dejarían huellas en el arma. Debajo de ese camuflaje un discreto y vulgar disfraz de esqueleto como cualquiera de los que esa noche saldrían a cientos, la haría regresar a su domicilio, esperaba, sin demasiados problemas.

            Los dos ancianos miraban entre divertidos y curiosos el panorama que ante ellos se ofrecía. Apoyados en uno de los vehículos aparcados en la zona. Sus ojos, miraban, no sin cierta nostalgia las caras de los numerosos jóvenes que deambulaban alegres. A pesar de su edad, mantenían porte altivo tras los antifaces negros que ocultaban sus rostros. Vestían de manera similar: Sombrero de ala ancha con una enorme pluma, camisa amplia, chaleco y un pantalón bombacho. Todo oculto bajo una enorme capa de seda y lana negras que también tapaba sendos floretes ajustados con un correaje de cuero a la cintura de los dos hombres que conversaban con sus caras escondidas bajo el embozo de la prenda.

      ‑Juan, definitivamente, este ya no es nuestro mundo.
      ‑No, Luís, no lo es. Añoro nuestra juventud. ¡Vaya si las corrimos gordas!

      ‑Y las que correríamos ahora, amigo, con estas mujeres tan faltas de ropa como sobradas de alegría.
      ‑No todas, Luís, no todas. Fíjate en esa figura. Camina oculta por un manto y su aspecto es el de la mismísima parca. Por su  andar yo diría que es una mujer hermosa. Y atormentada. Veo su alma, Luís. Conocía y conozco a las mujeres y ni el mejor camuflaje del mundo puede ocultar sus almas ni sus intenciones. Ella lleva la muerte en su disfraz y la lleva en su corazón. Sigámosla amigo. Creo que veremos algo interesante.
      ‑Vamos, pues,  tras ella, amigo Juan.

                        Inés se dirigió al grupo de jóvenes. A pesar de los disfraces reconoció a alguno de sus alumnos de clase. Identificó de inmediato al reo. Su enorme altura, la coleta larga y morena, sus carcajadas y ademanes estridentes le hacían destacar sobre el resto. Empuñó con fuerza el revólver con las cinco balas en el tambor y el gatillo amartillado listo para disparar. Estaba junto a ellos y alguno la miraba con indiferencia. De un gesto rápido quitó el antifaz a la víctima. No quería errores. Miró la cara  del chico y una mirada de horror apareció en sus ojos cuando vio que el arma le apuntaba directamente a la cara. A pesar de la brutalidad con que había sido sometida tan solo unos días atrás, un atisbo de misericordia cruzó por su cabeza. Quizás ese chaval mereciese una segunda oportunidad. Dudó un instante mientras bajaba el revólver. El tiempo justo para que el amenazado , le agarrase fuertemente de la muñeca en un intento de arrebatarle el arma. No supo cómo fue, pero un fogonazo salió de la boca del cañón. Sintió su mano libre y vio caer, lentamente a su víctima con un pequeño orificio en la frente por el que caía un reguero de sangre. Aprovechó la confusión para emprender la huida  pero su carrera apenas duró unos segundos. El tiempo justo para ser interceptada por uno de los vigilantes de seguridad de alguna de las discotecas de la zona que había presenciado todo el suceso. Inés sintió que el alma se le venía a los pies. Nadie creería su versión. Pretendió zafarse en un último y desesperado intento de huida  pero el hombre era mucho más fuerte que ella. De pronto dos personajes interrumpieron la escena. Uno de ellos gritó mientras que el otro desenvainó una espada que apuntó de inmediato al cuello del hombre que la sujetaba. Para que no hubiese duda de sus intenciones presionó ligeramente sobre la piel y un fino hilo de sangre manchó el uniforme del vigilante.
      ‑Muchacho, no hablo en broma. Suelta a esa mujer si no quieres que te atraviese.
      El aludido, desconcertado, soltó la presa. El otro, con una agilidad y una fuerza inesperada para un hombre de su edad, la tomó en brazos.
‑Luís, mantén bien quieto a ese sujeto. Dame unos minutos y luego déjale ir. No le mates… Si no es necesario.
                        De una rápida carrera se alejó de allí. El de la espada permaneció impávido, como si la cosa no tuviera la menor importancia. Repentinamente pegó un inesperado empujón al hombre al que amenazaba. Éste se trastabilló hacia atrás sorprendido, hasta caer sobre un grupo de chavales que entre curiosos y asustados observaban la escena. Un par de empujones más, le abrieron paso entre la gente y, de una rápida carrera, se perdió entre las luces de la ciudad.

            Cuando llegó al lugar de la cita, no pudo por menos que esbozar una sonrisa. Su amigo Juan permanecía de rodillas mirando a la mujer que, sentada en un banco, se dejaba cautivar por una mirada profunda. Y unas palabras que la mantenían ensimismada. Una carcajada de Luís, interrumpió a Juan que en ese momento decía, casi en un susurro: “…No es verdad, paloma mía, que están musitando amor...”

            ‑¡Vive Dios, don Juan, que sois poco original! No escarmentáis. Dejad a esa mujer que ya el cielo nos llama. Llega la alborada, la noche de difuntos se acaba y el cielo nos espera.
            ‑Unos instantes, más, amigo Luís. El tiempo justo para despedirme. ¿Cómo os llamáis, señora?
Inés, me llamo Inés ‑apenas pudo musitar ella.
      ‑Inés, os esperaré siempre. Os esperaré…

            Fue lo último que dijo, besó la mano de ella, esbozó una sonrisa y ambos amigos se perdieron entre una espesa niebla aparecida de la nada.

Nota del autor a sus lectores.
El cabrón del niño murió. En estos momentos ocupa una caldera individual, con vistas al Purgatorio y en ella permanecerá durante toda la eternidad. ¡Que se joda!