martes, 28 de agosto de 2012

Un Barco Para un Milagro


Dedicado con cariño y un punto de lujuria a @AnacletaPanceta
Había iniciado ese viaje con la intención de olvidar. Olvidar años de discusiones interminables, de eternas peleas donde ella, inevitablemente siempre salía perdiendo. Unas veces el labio partido, otras con un ojo morado y la cara cruzada por un bofetón. Los problemas se incrementaron cuando inició los trámites de divorcio. Una sentencia que no llegaba, órdenes de alejamiento que no se cumplían y la amenaza constante del timbre en la puerta, de la llamada telefónica tras la cual siempre encontraba su voz amenazadora. El viaje en el barco había sido un intento de huída. Disfrutar unas últimas vacaciones para no regresar jamás. Siete días, siete días en los que se había olvidado de él, de las palizas y de todo aquello que le había llevado a embarcarse. Había pedido su liquidación  y había reservado una suite en el crucero en que ahora estaba. Siete días de diversión en los que disfrutó placeres que creía olvidados. Mañana a estas horas el barco habrá llegado, sin mí, -pensó-. Apoyada en la baranda de popa  se fijó en la estela de espuma que se perdía en la noche y que pronto sería su tumba. ¿Cuánto tardaría en caer? Dos, quizás tres segundos. Un golpe seco contra el agua sería un romántico final. Se inclinó hacia adelante y sintió por un instante el vacío en su estómago. Un momento, un segundo antes de que una fuerte presión en sus tobillos interrumpiera su carrera hacia la muerte. Unos brazos fuertes tiraron de ella para devolverla a la seguridad de la cubierta. No quiso mirar a su salvador. Solamente dijo un imperceptible, “Gracias pero no debería haberme salvado”. Entonces él habló y su voz le sonó familiar, tremendamente familiar. “Lo siento”, -le dijo-. “Siento todo lo que te he hecho pasar, todo lo que te he hecho sufrir. Me enteré de tu viaje y te seguí. Nadie sabe que estoy aquí. He pensado mucho viéndote reír, viéndote sentirte joven y feliz. A partir de ahora, tu vida va a ser distinta. Te lo juro”.
Ella sintió sobre sus labios el cálido beso de él. Hacía años que no la besaba así y supo que, efectivamente, le estaba diciendo la verdad. Su vida iba a cambiar desde ese mismo instante. Le miró a los ojos, apoyado sobre la baranda reconoció que era un hombre apuesto y atractivo. Se acercó a él nuevamente y colocó las manos sobre sus hombros. Solamente le hizo falta un fuerte empujón. Le oyó gritar y vio su cuerpo golpear contra la blanca estela. Miró a su alrededor. Todo seguía igual que antes. No había testigos. Con una sonrisa dibujada en la  cara  regresó a su camarote.

jueves, 16 de agosto de 2012

MALA SUERTE


Una mañana parda y fría, de invierno, como la tarde machadiana, era un buen momento para morir. Aunque fuera suicidándose. Su mala suerte ya había llegado a límites que él mismo era incapaz de comprender. Siempre fue así, desde pequeño. Nunca había ganado nada. En su haber, pérdidas y desgracias que se sucedían de manera continuada. Su cabeza se remontó a cuarenta años atrás. Debía tener siete, quizás ocho años y su padre le había enseñado un sistema infalible para ganar. La cosa parecía fácil. Apostaban un número de cromos a cara o cruz y el que ganaba se llevaba la apuesta. “Mira, le había dicho su padre, el truco está en saber retirarse a tiempo. Tu apuestas, por ejemplo a “cara” y te juegas un cromo. Si ganas, te retiras, si pierdes vuelves a apostar “cara”, pero te juegas dos cromos. Si sale cara te retiras y habrás ganado uno. Si saliese cruz te juegas cuatro. De esta manera, en el momento en que ganes una vez recuperarás todo lo que hasta ese momento hayas perdido y siempre habrás conseguido un cromo de más. Recuérdalo, Es fácil, siempre doblando y retirándote en cuanto ganes la primera vez. ¿Sabes cuántos cromos tienes…?”
Tenía, recordó más de mil cromos y perdió once veces seguidas. Las suficientes como para perder todo el taco de cromos y la confianza en su padre. Todo a un tiempo. Después la cosa continuó en la adolescencia. Como en el examen de selectividad. No había sido nunca un buen estudiante y odiaba la filosofía. Solamente logró aprenderse el primer tema. “La filosofía Presocrática”. Tales de Mileto. Con la experiencia previa ni en sus más extraños sueños hubiera pensado en que ese tema podría salir. Cuando se sentó en el pupitre y le entregaron la hoja de preguntas pensó que su racha había cambiado. El primer tema. Filósofos presocráticos. Lo bordó. Habló de Tales, también de Pitágoras, Parménides  y Heráclito. Sus vidas, obras, pensamientos y relaciones entre ellos y el gran Sócrates. Entregó tres folios completos. El resto del examen, mediocre, como era de esperar pero la buena calificación que obtendría con los presocráticos elevaría la media total lo suficiente como para aprobar sin dificultades. Fue volviendo en el autobús cuando un pensamiento fugaz cruzó por su cabeza. De su garganta salió un grito que sobresaltó a todos los pasajeros: “¡La madre que parió a Parménides! No he puesto el nombre en el examen…” Así había sido y cuando salió el listado con las calificaciones junto a su nombre solamente figuraban unas lacónicas iniciales: “NP”. No Presentado. Ese fue el día en que decidió apuntarse a la milicia obligatoria y marcharse de casa. “Tendré mala suerte y me  tocará en Ceuta”, -pensó-. Fue peor. Destinado a la Armada fue embarcado en un carguero, “El Extremadura”. Dos años de mareos y vómitos continuados pues nunca logró acostumbrarse al cabeceo del barco. Ni siquiera cuando estaba fondeado en puerto o amarrado al muelle.  El mareo, omnipresente, le acompañó incluso en los cortos permisos que le concedieron hasta ser licenciado a los 22 años. Ese mismo día recibió una carta. Era de una chiquita con la que había bailado un par de veces en las ferias del pueblo cuatro meses antes. Él había llegado al pueblo vestido de marinero, como manda la ordenanza. Baile de San Pascual por la tarde y, cosas del uniforme, que le sentaba lo suficientemente bien como para atraer a las mozas,  un revolcón en el pajar del tío Braulio que le quitó la inocencia. A ella no le quitó nada que no le hubieran quitado ya otras muchas veces. Cuando extrajo el papel del sobre sus ojos solamente se fijaron en aquella frase fatídica. “…el niño, o niña, nacerá para marzo. Mi padre y mis cuatro hermanos quieren hablar contigo para solucionar el tema… “ Se casaron un siete de diciembre, por el sindicato de las prisas decían sus amigos. Una boda tan discreta como fue posible considerando el evidente estado de pre maternidad de la novia. Fue un siete de diciembre y el día diez, tres días después ella abortó por culpa de los nervios de la boda, dijo el médico. Total que se había casado para nada. Bueno, para nada no, después de todo se liberó del violento recibimiento que suegro y cuñados le tenían preparado por haber abusado así de la inocencia de la nena. Años de matrimonio que terminaron aquel día en el que, como en una mala novela el había llegado antes del trabajo aquejado de un fuerte dolor de cabeza. Al abrir la puerta allí estaba su mujer, de rodillas apretando con ansia su cara contra la bragueta del repartidor de butano. Contra la bragueta habría sido de haber tenido el hombre los pantalones subidos. Pero allí estaba él butanero, apoyado en la bombona, con los pantalones bajados y cara de gilipollas feliz mientras que su mujer, a medio despelotar le obsequiaba con aquello que ella misma le había negado tantas veces. Entonces comprendió dos cosas. La primera era el motivo de su dolor de cabeza. “Debe ser que los cuernos, al salir, duelen. También comprendió la razón por la que su mujer nunca se preocupaba de las constantes subidas del precio del gas. Terminó dejándole plantado el mismo día en que el casero les decía que, en tres meses deberían abandonar la vivienda que había sido comprada por una multinacional para edificar un gran centro comercial. Pero de esto hacía ya cinco años y desde entonces él ocupaba un humilde apartamento en la primera planta de una vivienda en una calle cualquiera de esa maldita ciudad. Odiaba esa calle y odiaba el camión que cada mañana, a las siete y media descargaba cervezas en el bar de la esquina para luego salir disparado por la calle soltando ruido y humo en la misma medida en que él soltaba maldiciones. Tras doce horas de trabajo como vigilante en un edificio, llegaba a las cinco de la madrugada a su casa, se acostaba y era despertado por el rugir del motor del vehículo cervecero. Luego el sueño nunca volvía a ser igual. También odiaba a la vieja del tercero izquierda y a su maldito perro de lanas que, cada mañana se meaba en su alfombrilla. Y odiaba a los niños del piso de arriba que, cada dos días se bañaban y dejaban escapar el agua de la bañera con la consecuencia de una permanente gotera en su minúsculo comedor. Gotera que además hacía chisporrotear la bombilla sin lámpara que el comedor contaba como única fuente de luz. Esa mañana parda y fría de invierno, era una buena mañana para suicidarse. Tan buena como cualquier otra. Ya lo había intentado el día en que encontró a su mujer con el fontanero. Al regresar a casa ella no estaba. Buscó en el armario del cuarto de baño dispuesto a morir envenenado. Encontró una caja casi entera de paracetamol. También un frasco de Seguril. Leyó el prospecto y las contraindicaciones. Bajada de la presión arterial, insuficiencia cardiaca que podría provocar parada cardio respiratoria, ansiedad, vómitos, lesión hepática y toda una retahíla de problemas médicos. Además el producto había caducado tres años atrás. Si estando en fecha produce todos estos efectos, pensó, ahora que está caducado tiene que ser la leche. Se bebió el frasco, se tomó el paracetamol y dos cajas de pastillas que tomaba su mujer para no preñarse. “Ya le vale, podía haber tomado eso de joven y no ahora.” . También ingirió todo lo que encontró en el botiquín incluyendo medio bote de Mercromina y un bote de bicarbonato. Dejó tres pastillas de vitamina C que supuso no serían buenas para sus propósitos suicidas. El resultado, a corto plazo fue que se pasó toda la noche meando y con cagarrina. Su mala suerte, una vez más, había intervenido y no fue necesaria la presencia de doctores, ni lavados de estómago. Su primer intento de suicidio fracasó dejando como secuela, a largo plazo una hepatitis crónica de etiología desconocida. Es decir, se había jodido el hígado y los médicos ni sabían curarle ni tenían repajolera idea de cuál era la causa de la enfermedad. Pero esta vez las cosas no serían así. Lo había decidido nuevamente esa misma mañana, parda y fría, de invierno, cuando escuchó las noticias a las cinco. Al final el locutor siempre decía el número premiado en el sorteo de la lotería. Siempre abonado al mismo número, desde hacía veinte años. Todas las semanas esperando que, por una vez, su suerte cambiase y que el destino le agraciara con los trescientos mil euros de premio. Nunca, ni un premio mediano. Tan solo, alguna vez un reintegro o un premio menor. Compraba siempre los jueves, el sorteo era el viernes por la tarde y su decepción llegaba cada sábado a las cinco de la mañana. Esa vez había escuchado la noticia tan solo por el morbo. El jueves se encontraba mal y el médico de empresa le autorizó a quedarse en cama ese día. El viernes por la tarde cuando salió a trabajar el despacho de loterías estaba cerrado. Su decepción, su gran decepción fue que, ese día, precisamente ese maldito día el destino había querido agraciar con el primer premio el número que, por una vez no llevaba. Escuchó el número con claridad pero, quizás hubiera sido un error motivado por la obsesión de no haber comprado ese billete por primera vez en mucho tiempo. Esperó hasta las noticias de las seis y luego las de las siete. Efectivamente la mala suerte, el destino, se habían burlado de él una vez más. Sería la última. Una mañana parda y fría de invierno, buena para morir. Esta vez sin errores.
         Sería su venganza. El gas abierto, su cabeza dentro. Una muerte dulce había oído. Dormirse de una vez para siempre. Y además, sonrió, sería su venganza final. Contra los malditos niños, contra la madre que los parió, contra la vieja y su perro. Abriría el gas butano, metería la cabeza en el horno y aspiraría el veneno. Luego el gas seguiría saliendo una vez que hubiera muerto él. Pasarían dos, tres horas. Alguien notaría olor a gas. Entrarían en su casa y al encender la luz del comedor… el inevitable chispazo y todos a la mierda. Casa, perro, vieja, madre y niños. Si moría alguien más le daba igual. Sería tan solo parte del pago que el mundo le debía. Abrió la puerta del horno e introdujo la cabeza. ¡Mierda! Me he metido el mango de la sartén en el ojo. Hay que joderse. Ni esto le sale a uno bien. Será mejor retirar las sartenes y la rejilla de los asados. ¡Joder! ¿Cuánto tiempo hace que no limpio el horno? Huele a aceite requemado. Pero… ¿Cómo es posible que haya que limpiar una cosa que está siempre cerrada y no se usa? Dejó estos pensamientos mientras pasaba un trapo por toda la superficie del interior. Una cosa es suicidarse y la otra hacerlo con la cara pegada al aceite refrito. Después volvió a arrodillarse frente a la cocina para meter nuevamente la cabeza en esa minúscula cámara de gas mortal. Con la mano derecha giró el botón del gas y un peculiar siseo llegó hasta sus oídos. Aspiró profundamente un par de veces y el sueño comenzó a cerrarle los párpados. Debía estar muriéndose porque ya no escuchaba el siseo del gas al salir. Volvió a realizar una inspiración profunda, luego otra y el sueño desapareció. Algo no iba bien. Levantó la cabeza y notó que el techo del horno le golpeaba en la coronilla. ¡Coño! Gritó, vaya leche me he dado. Creo que está saliendo sangre. Me he descalabrao contra este puto horno. Pero… ¿Qué le ha pasado al gas? ¿Por qué ya no sale? Sacó la cabeza para enderezarse. Efectivamente el gas no salía. ¿Era posible que…? Abrió la puerta que guardaba la bombona del gas. La espita estaba abierta y la maldita bombona vacía. Pero… ¿Qué problema tenía el gas butano con él? Buscó la otra bombona. También vacía. La herida de la cabeza seguía sangrando y el ojo se le había puesto morado por culpa del golpe con la sartén. Se iba a suicidar, pensó mientras se miraba en el espejo del retrete y estos detalles eran menores. Buscó otras posibilidades. El corte de venas en la bañera. No, no era posible, No tenía buenos cuchillos y tampoco utilizaba hojas de afeitar. El siempre prefirió la afeitadora eléctrica. Tirarse por la ventana de un primer piso tampoco parecía una buena solución y pensó en el ahorcamiento. Esto ya daría al traste con sus planes de venganza y vieja, niños y perro seguirían viviendo pero terminaría con su eterna mala suerte. Necesitaba un punto donde enganchar la cuerda. Miró el techo del comedor, había un gancho preparado para sujetar la lámpara que nunca hubo. Sería perfecto para sus propósitos. Parecía fuerte, capaz de sujetar su peso y el lugar era accesible. Ahora necesitaba una cuerda. Había oído de presos en la cárcel que se ahorcaban con el cinturón. Se quitó el suyo pero al mirarlo de inmediato se percató de que no era lo suficientemente largo como para atarlo al gancho y encima hacer un nudo corredizo. Tampoco valía. ¿Cómo solucionarían el problema los presos? NO tenía en casa ni una cuerda miserable larga y fuerte como para aguantar su propio peso. Sus pensamientos volvieron al corte de venas y a la afeitadora eléctrica.¡El cable, el cable de la máquina de afeitar. Largo y fuerte. Justo lo que él necesitaba! Sacó el cable del cuarto de baño. Era bastante largo y parecía muy resistente. Colocó una silla debajo del gancho y se subió a ella. En menos de un minuto tenía el cable atado por una parte y un nudo corredizo alrededor de su cuello. Subido a la silla miró por la ventana. Era una mañana parda y fría de invierno. Tan buena o tan mala para morir como cualquier otra. Con sus pies desplazó la silla hacia un lado que cayó dando un golpe y su cuerpo quedó colgando a unos centímetros del suelo. Notó el cable que le ahogaba y la presión sobre su garganta cerrada que le impedía respirar. Tan solo dos minutos de sufrimiento, de asfixia, que le librarían de una eternidad de mala suerte. De pronto sonó el teléfono. “Quien quiera que sea, pensó, que deje su mensaje en el contestador. La angustia por la falta de aire era cada vez mayor. El teléfono sonó. Una, dos tres, cuatro veces y saltó el contestador. Identificó de inmediato la voz de su supervisor que estaba presa de los nervios. ¡Oye, tío! ¡Descuelga el teléfono! ¡Somos millonarios! Ayer vi al lotero y me dijo que no habías recogido tu billete. Ese que compras todas las semanas. Compré el tuyo y compré otro igual para mí. Tío, estoy en el bar de la esquina de tu casa. Te espero allí para darte el número y emborracharnos los dos juntos…
         Dejó de escuchar el mensaje. Estaba nervioso, como un flan. Era millonario y solamente le quedaban unos segundos de vida. Intentó tocar el suelo con los pies pero ni siquiera de puntillas logró hacerlo. Había empujado la silla para evitar arrepentimientos de última hora. Sus pulmones estaban a punto de estallar y el maldito cable le estaba destrozando el cuello. Afortunadamente, la suerte del ahorcado, se dijo, el cable plástico impedía que el nudo corredizo se cerrase correctamente. último esfuerzo. Agarró del cable e intentó un balanceo para lograr agarrar la silla entre sus piés. No lo consiguió y la presión se incrementó. Rezó a Dios, a ese Dios que tantas veces le había negado esa pizca de suerte. Dios aprieta pero ahoga, siempre había sido su refrán predilecto, y Dios, el destino o el diablo, le habían llevado hasta ahí. De pronto el techo, humedecido por el agua de la bañera de los malditos enanos, crujió y la estructura se vino abajo. Cayó al suelo con un golpe seco y notó que el tobillo se le doblaba en la caída pero no llegó a romperse. Un esguince que tardaría tres semanas en curar. De inmediato se quitó el cable del cuello, se retiró trozos de escayola de su cabeza y dio una inspiración profunda que le llenó de aire y vida. En el mismo día la suerte ya le había sonreído dos veces. El cuello le escocía terriblemente pero tampoco le importaba demasiado. Apretó el botón del contestador esperando que todo no hubiera sido un sueño producto de la agonía. Escuchhó nuevamente el mensaje que le confirmó lo que ya sabía. No, no había sido una ilusión. El mensaje y su contenido eran reales. Se terminó de quitar, mientras bajaba corriendo y gritando por la escalera los restos de escayola. ¡Soy rico! ¡Soy rico! ¡Que se joda el mundo y la mala suerte! ¡Soy rico…!
         Abrió la puerta de la calle. El bar distaba unos doscientos metros de allí. En la esquina de enfrente. Cruzó la calle corriendo y solamente pudo escuchar un fuerte frenazo. Apenas sintió el golpe contra su cuerpo del camión de cervezas que acababa de dejar su carga, como cada mañana en el mismo bar de siempre. Una mañana parda y fría de invierno, es tan buen o mal momento para morir atropellado como cualquier otro día.

martes, 14 de agosto de 2012

Romance del muy audaz caballero Gordillo

Fue en la villa sevillana, de nombre Marinaleda, do sucedieron los hechos queste juglar compusiera.

Que un caballero importante
de fuerza y valor probadas
reunió a doscientos vasallos
Y les dijo esta comanda.
“¡Vasallos y servidores,
estamos en vacas flacas,
en las tierras no hay trabajo,
no hay pitanza en la nevera
no hay voltios en los enchufes
Ni doblón en faltriquera.
llamemos pues a los medios
Quelos deben d´informar
Lo que nuestras huestes hagan
En Mercadona lugar.
Ques un sitio muy fascista,
Do pagan por trabajar”.
Llamó pues al escudero,
quera alguacil muy capaz
“Mientras vos haceis las citas,
yo marcharé un rato al bar,
que antes de la refriega
tengo mucho que almorzar…”
Mientras el alguacil cumplía
El encargo que le daban
el caballero Gordillo
el de las cejas muy juntas,
el de la barba cerrada,
el de las carnes muy magras
incrementó las sus grasas
con café, leche y tostada
pincho de lomo adobado
y orujo que desengrasa
ayudando a digerir
questa comida tan parca.
Eructó el hombre dos veces
limpiose la su papada,
dejó de propina un euro
que no es propina muy mala.
Y entrados en el asunto,
fue la hora de algarada.
marcharon al dicho sitio
reunida ya la mesnada
diciéndole al vigilante:
“Aquí no vigilas nada
que voy a tomar el mando
porque así el pueblo lo manda”.
El hombrre de Prosegur,
Viendo lo que avecinaba
Quitó su gorra de plato
Dejó su porra y su chapa
de allí se alejó silbando
que allí no pasaba nada…
Los doscientos hombres fuertes
agarraron los carritos
y al grito de “Sus y a ellos”
limpiaron el chiringuito,
Uno busca congelados
Otro leche desnatada,
Otro mantequilla y huevos
Otro aceite pa ensaladas
Y Gordillo alcalde fiero,
Les grita “démonos prisa,
Que yo me quedaré fuera
Questo me da mucha risa.
Entretanto una doncella
se enfrentó a los valerosos
“¡Se salen todos afuera!
¡Joder, que parecen osos!”
Los fornidos bandoleros
Empujaron a la dama
y fuera un lugarteniente
quien al Sánchez preguntaba
“Mi señor, puestos en estas,
¿Podremos luego violarla?”
Nueve fueron los carritos
Que dentre todos sacaran
Mientras las televisiones
toda la escena grababan
para variar la parrilla
de londinense olimpiadas.
Así el hombre valiente
Con hoz y martillo en pecho,
Con la kufiya en la frente,
Dio por terminado el hecho.
Salió en las televisiones
Para que viera la gente
lo que hacen los que mandan
cuando se tienen razones
que en lugar de las neuronas,
se basan en los cojones.




lunes, 6 de agosto de 2012

GLOBALIZACIÓN RESORT

Globalización Resort.
Nada más entrar en el hotel me percaté de que, sus instalaciones eran magníficas. Ya lo adelantaba su página en Internet. “A 150 m de una espléndida playa el hotel “Marsalada Beach Resort” cuenta con todas las instalaciones necesarias para lograr que sus vacaciones resulten inolvidables. Seis piscinas, sala de cine para 50 personas, gimnasio, spa, talasoterapia y una amplia variedad de masajes impartidos por personal especializado. Durante todo el día un grupo de animadores hará las delicias de nuestros clientes y por la noche, en la sala Belvedere podrán disfrutar con una amplia variedad de shows, para todas las edades. A las 12 de la noche, baile con música en directo por la orquesta “Midnight Dream” que acompañará a la fabulosa vocalista Silvana. El servicio “todo incluido” le permitirá disfrutar de nuestro restaurante Buffet “La Boullavaise Feliz” o comer a la carta en cualquiera de nuestros restaurantes especializados en comida japonesa, mexicana, francesa o italiana. En la piscina “Lago de la Sirena” podrá degustar, sin salir del agua, su bebida preferida en el snack bar Neptuno. Todo el hotel y personal están especializados para que usted y los suyos pasen unas vacaciones inolvidables sin necesidad de salir de nuestras instalaciones…”

De eso hacía ya cuatro días durante los cuales mi mujer y yo pudimos comprobar la realidad de todo lo anunciado. Todavía nos quedaban diez días más de vacaciones y fue ese sábado cuando decidimos realizar una escapada nocturna al pueblo más cercano. “Cenaremos en algún restaurante del paseo marítimo, Cari, y luego podremos tomar un pelotazo en alguna disco de la zona, -le dije a mi mujer mientras subíamos a recepción para que llamasen a un taxi-. La señorita de recepción, lucía en su impecable uniforme un distintivo en el que se podía leer: “Gedra Freshnner”. Gedra nos miró la pulsera de plástico que nos pusieron a nuestra llegada que confirmaba que éramos clientes del hotel con derecho a “todo incluido” y una amplia sonrisa iluminó su cara.
-¿En que puego segvigles? –Dijo con un evidente acento alemán.
-Eh… Bueno, ¿Podría llamar a un taxi?
-Mmm. ¿Un tagxi?
-Si, -respondí-. Es que queremos salir a dar un paseo esta noche. Hemos pensado cenar fuera y…
-¿Un tagxi? –Volvió a preguntar ella sorprendida-.
-Si, eso, un taxi. Un coche de esos blancos con una raya colorá que te llevan a donde les pidas.
La cara de Gedra cambió instantáneamente.
-Pegdon, señog, pego sé pegggfectamente lo que es un taxi. Lo que no entiendo es paga que necesitang un tagsi. Ustegues no se van hasta…. dengtgo de diez dias y además el turopereitor tiene un magnífco bus paga guecogegles y llevagles al aegopuegto. Yo… Disculpe pego no compgerendo nada. ¿Están ugstegdes desacontentogs con el segvicio del hotel?
-No, estamos encantados. Todo es precioso, -contesté con paciencia. Lo que pasa es que esta noche, mi mujer y yo queremos cenar en el pueblo y…
-Pego… Ustegues tienen pulsega y eso quiegue decig que gozan del “all Included”. Todo pagado en el hotel. No tienen necesidag de gastag sus iugos. ¿Es que no les place nuestgra comida?
En ese momento, Gedra empezó a hacer pucheros y una lágrima resbaló por su mejilla.
-¡Oh, si! Todo es magnífico –reiteré-.
-Pues entongces… -y paró de hacer pucheros-. ¿Pog qué quieguen ig a cenag fuega? Tenemos nuestros guestaugantes a su disposición. All included ¿Guecuegdan? Sin gastag sus iugos.
-Ya, pero… nos apetece dar un paseo, luego tomar una copa…
-¿No le aggada nuesgtro show? Tieneng todo tipo de bebigdas en elg bag. Esta noche el grupo “Beijing Magic les sogprendegá. Son seis, seis… Mmm. ¿Cómo se dice…? ¡Equilibrigstos! ¡Oh, si! No se lo pueguen unstedes pegdeg… Son ellos magníficos y ellas muy guapas que guealizan ejejcicios sobre cuegda floja miengtras con boca sujetan papagayo de Siam con jaula y todo…

Cari tiró suavemente de mi brazo.
-Es igual, Cari, me dijo, no podemos hacerle esto a Gedra. Ya saldremos mañana. Hoy me apetece ver a esos equilibristas pequineses con su papagayo siamés.
El espectáculo no estaba mal, reconocí. Pero yo hubiera preferido cenar fuera esa noche. Mañana, le dije a Cari, saldremos pero, para evitar problemas buscaremos un taxi nosotros mismos. Se ve que esa Gedra tiene mucho cariño al hotel.
Si, Cari, -respondió Cari-. No es necesario disgustarla.

El día siguiente, a las nueve de la noche, Cari y yo, perfectamente arreglados, nos disponíamos a salir por la amplia puerta giratoria del hotel. A mitad del recorrido la puerta se detuvo. Empujé decidido la hoja giratoria pero, inexplicablemente la puerta giró en sentido contrario al esperado. Caminamos unos pasos hacia atrás hasta volver al hall donde una Gedra sonreía inquisitiva.
-Mmm. Pegdon. ¿Puedo ayudagles?
-Si, gracias, Gedra. Es que la puerta se ha estropeado. Intentábamos salir al exterior y…
-¿Salig al egsteriog? ¿Pog qué quieguen salig al exteguiog?
En esta ocasión, fue Cari la que se adelantó.
-Es que… es que… Querríamos hacer algunas compras.
-Pues pog aquí no se va. Nuestgo centgo comegcial, con tiendas de todo tipo está dos plgantgas más abajo.
Intervine yo decidido a no dejarme impresionar por la recepcionista.
-Ya, pego… digo… pero es que necesitamos… ¡Una farmacia! Quiero comprar mmm. Comprar… ¡Un antiinflamatorio! Me torcí un tobillo esta mañana y ahora me duele un poco el pie.
Gedra tomó su teléfono móvil y gruñó algunas palabras en alemán. Veinte minutos más tarde me encontraba yo en el consultorio médico del hotel. Dos radiografías del pie hechas, una latero-lateral y otra dorso-plantar y mi tobillo envuelto en una apretada venda elástica que juré quitarme en cuanto saliera de allí, además de sendas muletas en mis manos. El doctor Maurice Poirot” sonreía profesional.
“Et… pas de prepocupations pour l´arcent mon cher ami! .  Cést, como siempge All included. ¡Y tomegse la medecin chaque huit  heures! En un pag de diags quiego vegle pog aquí de nuevo.
Escucha, Cari, -le dije a Cari en la tarde del día siguiente-. Tenemos que salir de aquí sin que nos vea esa recepcionista de los co… de los co… Bueno, sin que nos vea Gedra.
-Si, pero, ¿cómo? –Contestó Cari-. Esa mujer permanece siempre de guardia en la recepción. Y no sé si habrá otra salida.
-Tiene que haberla. Una entrada de mercancías y, al menos otra, por la cual entre y salga el personal.

 Cari asintió con la cabeza.
‑Ayer, mientras el doctor  Poirot te vendaba el pie vi una puerta que ponía “Exclusivo para personal del hotel”. Quizás sea esa la salida.
‑Bueno, Cari, nada perdemos por comprobarlo –asentí‑.
Bajamos un piso y dejamos a la derecha el consultorio. Después de un largo pasillo vimos la puerta que buscábamos. Empujamos para comprobar que estaba abierta. Una amplia sala, con dos puertas. Una de acceso a un vestuario de personal y la otra por la que se accedía directamente a la calle. Gedra, apoyada en esta última y con la evidente intención de cerrarnos el paso nos miró fijamente a los ojos. En ese momento me pregunté cuándo había cambiado la sonrisa que presentó el primer día, por esos ojos de teniente de las SS responsable de la seguridad de un lugar como Auschwitz del cual, evidentemente, hubiera resultado más fácil fugarse.
‑Mmm perdón, ‑ije en un susurro‑. ¿El doctor Poirot está por aquí? Es que me duele el pie.
Mientras en mi habitación me quitaba las vendas elásticas por segunda vez pensaba en el dolor de mi trasero originado por la inyección de Nolotil 500 que el matasanos belga me acababa de poner.
‑Escucha, Cari. Esto requiere un plan más elaborado. En algún momento esa mujer tiene que dejar de vigilar. ¿Has hecho indagaciones?
-‑Si, Cari. He recorrido la playa y hacia unos 300 metros por el norte y otros tantos en dirección sur hay alambres de espino y un par de torres con focos iluminando el perímetro. También he escuchado ladrar algunos perros. Y juraría que en lo alto de la torre estaba Gedra mirando con prismáticos de campaña. Escapar por la playa me parece imposible. Recuerdas el estampido que escuchamos esta mañana? Fue el estallido de una mina antisubmarinos. Un turista japonés intentaba alcanzar la libertad a nado. Pobre. Mañana habrá una ceremonia sintoísta en su honor. Será por supuesto, en el restaurante Fuji y en el espectáculo de esta noche se hará una demostración de origama, lectura de haikus y una pelea de sumo. El hotel lo tiene todo pensado. ¿Iremos a la misa del japo? También está en el “todo incluido”.
-‑Si, iremos –respondí‑. Ese héroe merece nuestro homenaje. Después prepararemos la fuga.
La misa, en japonés, duró cerca de cuatro horas tras las cuales Gedra solamente autorizó la salida del cónsul del japón y de su chofer que también asistió a la ceremonia. Después se plantó ante la puerta giratoria para evitar que algunos clientes pudieran abandonar el hotel. Cari y yo nos dirigimos al bar “Ukelele”. Teníamos un plan previsto para salir a cenar esa misma noche. Sería necesario realizar una maniobra de distracción para la cual necesitábamos pedir varios vasos de ron. Tuvimos que apelar a toda nuestra paciencia pues el camarero, un senegalés de casi dos metros y negro como el ébano que apenas hablaba español, se empeñaba en que el ron debería ir acompañado de Coca Cola o al menos, de una rodajita de limón con dos piedras de hielo. Cuando por fin conseguimos que nos trajeran dos vasos de ron sin aditamentos, vaciamos éstos y otros doce más en una botella de cristal que antes había contenido agua con gas, tratando en todo momento, de ocultar nuestra acción a los ojos del senegalés que tras servir cada copa comprobaba, con el protocolo bien aprendido, que llevábamos en nuestras muñecas las consabidas pulseritas del “todo incluido”. Tras llenar la botella acudimos a la boutique “Fashion Genuine” en la segunda planta del hotel.
‑Buenas tardes, ‑dije a la dependienta que nos atendía‑ quisiéramos saber si tienen ustedes trajes de soldado.
La mujer, una argentina alta y delgada de mirada lánguida y cara de modelo de los 60 sonrió profesionalmente afirmando con un leve movimiento de cabeza.
‑Ehh… claro, viite? En nuestra tienda tenemos todo tipo de vestidos y uniformes. ¿Es para la fiesta de disfraces de mañana? ¿Cierto? Y… digame cómo lo preferís vos. ¿Soldado del tercio de Flandes? ¿Husar de la reina? ¿Guerriyero boliviano? ¿Guardia Suíza del Vaticano…?
- Seleccionamos dos clásicos de carapintada argentino. Estaban de oferta pues regalaban la gorra y un par de trozos de carbón de hulla para tiznarse la cara.
Finalmente tuvimos que buscar un encendedor. En el hotel, clasificado para no fumadores, estaba absolutamente prohibido fumar. Y esto incluía desde la entrada hasta dos millas mar adentro. Observando al camarero senegalés comprobamos que tenía una mancha de nicotina en los dientes. Le seguimos un par de horas hasta que le pillamos en los urinarios del spá encendiéndose un pitillo.


‑O nos das el encendedor o se lo contamos a Gedra –le dijimos con aspecto fiero.
Con este último utensilio, que el camarero no dudó en entregarnos aterrorizado, todo estaba preparado para iniciar nuestro plan de fuga. La botella de agua con gas rellena de ron fue cerrada con una mecha realizada a partir del algodón que había desinfectado previamente la parte de mi anatomía que recibió el pinchazo del doctor Poirot. Nos pusimos la gorra y los uniformes, pintamos nuestra cara y en las mochilas colocamos una ropa más adecuada para la cena y unas toallitas desmaquilladoras para, al finalizar, poder retirar el tizne de nuestra cara. Subimos a la recepción y tomamos posiciones nada más salir del ascensor. Cari corrió semi agachada hasta ocultarse detrás de un Ficus benjamina situado entre los ascensores y el Piano Bar que abriría quince minutos más tarde. Yo salté tras el mostrador del mismo, rodé hasta alcanzar el piano de cola arrastrándome entre las patas de éste y el taburete del pianista. Llevaba el Molotov en mi mano y hube de manejarme con cuidado para evitar que se derramase su contenido. El pianista,  un italiano homosexual, acababa de llegar y en esos momentos tomaba asiento dejando sus piernas a unos centímetros de mi cara. Levantó la tapa del piano, colocó la partitura y, como cada noche dio inicio a su actuación, que, inevitablemente comenzaba con un Nocturno de Chopin. Esa era la señal acordada con Cari. Salí rápidamente de debajo del piano, ante la mirada atónita del pianista, al grito de ¡Banzai! con el que pretendía homenajear al heroico “japo” fallecido el día anterior. Con el encendedor del senegalés prendí la mecha de algodón y arrojé la botella hacia el mostrador de recepción en el que esos momentos se encontraba Gedra. Fue una lástima pero estuve a punto de acertarla en medio de la cabeza. La botella se rompió en un fragor de fuego y cristal y algunas sillas, una mesita y un fichero comenzaron a arder. Gedra gritó con eficiencia teutona: “Atchung! Eine commander attack!” De inmediato pulsó un botón y varios chorros de espuma anti incendios apagaron las incipientes llamas mientras que el equipo de mantenimiento y limpieza reparaba condiligencia  los daños sufridos. No importaba, era suficiente para la distracción, pensé, aunque volví a lamentar no haberle atizado en la cabeza a Gedra. Cari ya se dirigía hacia la salida y yo emprendí el mismo camino. Algunos clientes más envalentonados por la acción imitaron nuestro ejemplo emprendiendo una veloz fuga hacia la puerta giratoria. Alguien arrojó una maleta samsonite de un turista  británicoque en esos momentos intentaba la inscripción, contra el ventanal de acceso. También lanzó un lamento cuando comprobó que se trataba de un cristal blindado. Pero había algo más con lo que no contábamos. Mientras sonaban las alarmas, unas enormes planchas de acero cayeron del techo paralelas al ventanal y a la puerta giratoria bloqueando, de manera irremediable, cualquier intento de fuga. Cari, yo y catorce clientes más, entre los cuales se encontraban varios menores, todos con los brazos en alto en señal de rendición, fuimos rodeados por la alemana que movía su cabeza de un lado a otro mientras fruncía sus labios pintados de carmín rosa pasión.
‑Nein, nein, nein! ¿Ustegdes no compgendeg? Hotel all included, miguen sus pulseguitas. Cualgquieg cosa que necesitag, no pagag iugos. Comida, cena, bebidas, gopa, atgracgciones…
Cari y yo no pudimos mirar nuestras pulseras. De hecho las habíamos cortado y quitado para evitar que, durante la acción, pudieran dificultar nuestros movimientos. Miramos, en cambio, nuestras muñecas desnudas y el movimiento no pasó inadvertido para la alemana que abrió sus ojos azules hasta que sus párpados casi le alcanzaron las cejas.
‑Noooo! –gritó‑. Pego, pego… ¿Ugstedes no teneg pulsega? ¿No egstán en all included?
No dio tiempo a contestar. Nos agarró sin mediar palabra por el cuello del uniforme, nos colocó en la puerta giratoria y nos sacó de inmediato del hotel no sin antes gritar: ¡Españologs gogones, delingcuentes, tramposogs !

Nuestra primera cena en libertad fue magnífica. Luego nos dimos una vuelta por el paseo marítimo y nos sentamos en una terraza donde pedimos un café y un chupito de pacharán. Pagamos los 30 iugos… digoooo, euros, sonriendo. Era caro pero… ¿Alguien dijo alguna vez que la libertad tuviera precio?